Una mañana, me llamó la maestra de mi segundo hijo, de 6 años, para decirme que se había caído sobre un brazo y no podía moverlo. Ni bien me enteré, comencé a orar reconociendo que el niño era el hijo amado de Dios y estaba bajo Su cuidado. Mi marido fue a recogerlo de inmediato y lo trajo a casa.
Juntos los tres oramos el Padre Nuestro y cantamos himnos del Himnario de la Ciencia Cristiana. Cuando nos tranquilizamos, seguimos cada uno orando para reconocer la realidad de la Creación de Dios. Esos días fueron de mucho acercamiento al Amor divino y de unión entre los miembros de la familia.
Aunque no se quejaba de dolor, el niño no se atrevía a mover el brazo. Como yo sentía gran inquietud llamé a una practicista de la Ciencia Cristiana quien nos brindó apoyo por medio de la oración y me habló con mucha ternura y amor.
En mi afán por mantener tranquila a mi familia, lo llevamos a un enfermero traumatólogo conocido, quien nos acompañó a ver a un médico. Después de tomarle radiografías, éste observó un desplazamiento de la fractura y lo enyesó. Cuando lo visitamos por segunda vez, le sacó el yeso poniendo el brazo en una valva plástica.
Durante estas visitas, mi marido y yo oramos para tener evidencias de la presencia del bien de Dios.
En un momento determinado, sintiéndome desalentada, me volví a Dios con toda humildad para que me mostrara qué debía hacer. Mi marido me leía pasajes de Ciencia y Salud para tranquilizarme. Aquella noche, al acostar a los niños, quise leerles una curación que había visto en el libro Un siglo de curación por la Ciencia Cristiana. Como no la pude encontrar, decidí leer cualquier experiencia que encontrara al abrir el libro. En ese instante recibí la respuesta divina, porque leí: "Cuando Jim, nuestro hijo mayor, contaba con diez años, cayó contra el pavimento... con gran fuerza sobre el codo" (pág. 158). Más abajo decía: "Cuando examinamos el brazo se vio claramente que estaba fracturado". Al seguir leyendo, vi que la curación se había producido sin la ayuda de cirugía alguna.
Este relato ayudó a que mi temor se disolviera. Empecé a comprender que a pesar de que el accidente parecía muy real a los sentidos físicos, para Dios, ese accidente jamás le había ocurrido a uno de Sus hijos.
Mi alegría fue tan grande que me brotaron lágrimas de agradecimiento. A partir de ese momento no tuvimos ninguna duda de que el brazo recobraría su normalidad. En esos días, la practicista salió de viaje, pero la maestra de la Escuela Dominical empezó a orar con nosotros. Decidimos no consultar a otro médico; estábamos listos para confiar plenamente en el Amor divino. Dos semanas después, cuando acudimos a un centro médico para que le quitaran la valva, fuimos seguros, confiados y llenos de gratitud a Dios por Su poderoso cuidado. Al sacarle la valva, el médico le pidió que moviera el brazo y quedó muy satisfecho al comprobar que lo movía con tanta flexibilidad como antes. Pidió varias radiografías y éstas demostraron que la curación había sido completa.
Quiero señalar que el enfermero traumatólogo que mencioné al comienzo, al enterarse de esta curación pidió ver al niño, pues, no podía creer que pudiera mover tan bien el brazo sin que hubiera sido operado. Actualmente, mi hijo tiene 18 años y hace cinco que practica gimnasia artística, lo que le exige sostener todo su cuerpo con ambos brazos, y jamás ha vuelto a tener problemas ni su capacidad de movimiento ha disminuido.
Nuestra vida ha estado llena de demostraciones del poder del amor de Dios, que nos han dado una base firme y segura, de modo que nuestra gratitud a Dios es infinita.