Antes de empezar el bachillerato todo me resultaba muy fácil. Yo creía que era inteligente. Creía que podía enfrentar todo lo que se me presentara.
Fue entonces que empecé el noveno grado.
Mis clases no eran de ninguna manera tan fáciles como en los años anteriores. Luchaba para poder entender todo el material y hacer la enorme cantidad de tarea que nos daban.
Hasta los deportes eran más difíciles. Me sentía desconcertado al ver que me costaba mucho participar en los deportes que me encantaban y en los que me había destacado toda mi vida.
Estas presiones de la escuela, sumado al hecho de que me estaba apartando de mis amigos más cercanos, me abrumaron de una forma que no había sentido antes. Pensaba que era mi culpa que estuviera luchando tanto: que no era lo suficientemente inteligente, no era tan fuerte como debía y no tenía amigos que me apoyaran. Dejé de preocuparme por mi tarea de la escuela y mis relaciones, y permití que el año simplemente transcurriera, con la esperanza de que cuando regresara al año siguiente, de alguna forma todo se resolvería.
Aquel verano, fui a un campamento de Científicos Cristianos. El campamento estaba en un lugar que a mí me encantaba, y estaba lleno de gente que yo respetaba mucho y a quienes me apegué bastante en el curso del verano. Durante ese tiempo, me encantaba sentir y expresar las cualidades de amor, apoyo y alegría incondicionales propios de una familia. Como resultado, hice muchos amigos nuevos que sinceramente me ayudaban.
Yo también estaba ahondando mi estudio de la Ciencia Cristiana. Todos los días, leíamos la Lección Bíblica semanal de la Ciencia Cristiana juntos, y yo hacía el esfuerzo sincero de absorber cada gramo de inspiración que podía de la misma, y orar con esa inspiración, cuando surgían desafíos. Una idea que me resultaba particularmente poderosa era que, así como el reflejo en el espejo no puede menos que ser lo que está frente al espejo, nosotros no podemos menos que reflejar las cualidades de Dios; nosotros somos Su reflejo.
El amor de mis amigos, combinado con mi propio crecimiento espiritual, me dieron más que la fortaleza suficiente para enfrentar los desafíos en el campamento, e incluso levantar a otros cuando se caían. Empecé a darme cuenta de que yo era más que las calificaciones que obtenía en la escuela, o los amigos que tenía (o no tenía) en casa. Yo no solo poseía todas las cualidades que necesitaba para aprobar un examen o mantener una relación, sino que expresaba todas las cualidades divinas porque soy el reflejo de Dios.
Esta idea de reflejar las cualidades de Dios me resultó muy útil, y me ayudó durante el verano y el siguiente año escolar. Descubrí y puse en práctica el hecho de que como soy un reflejo del bien de Dios, entonces debo expresar este bien (y solo este bien), y lo expreso sin esfuerzo alguno. Cuando regresé a la escuela para mi décimo grado, me aferré a esta inspiración y encontré que, desde el comienzo mismo, el año fue totalmente diferente. Empecé a hacer amigos en los lugares menos esperados. No me sentía abrumado por todas las tareas de la escuela. Y logré alcanzar un nuevo nivel muy satisfactorio en los deportes.
Ahora, cuando enfrento desafíos, me siento preparado para enfrentarlos, sabiendo que reflejo sin esfuerzo alguno las cualidades espirituales e infinitas de Dios en todo lo que hago.
