Un día, estaba en el escritorio donde trabajo en casa, cuando de repente me sentí débil y mareada. No le pedí ayuda a Dios para resolver el problema físico, ni intenté descubrir su causa. Encontré, en cambio, un sentido de gratitud instantáneo y exquisito por lo que la Ciencia Cristiana me ha enseñado acerca de Dios como Amor divino. Aunque no hice ningún esfuerzo especial para tener pensamientos reconfortantes, estaban allí. Sentí esa maravillosa consciencia de la belleza, la generosidad, la eficiencia y la fiabilidad del Amor divino. En unos minutos, estaba bien. El resto del día fue alegre y productivo.
Durante esta experiencia concreta, en ningún momento, ni por un instante, sentí que se me estuviera haciendo alguna profunda y poderosa demanda espiritual. Tampoco sentí la presión de tener que comprenderlo todo acerca de Dios en ese mismo momento. Me di cuenta de que donde sea que nos encontremos en nuestra comprensión del Espíritu, la plenitud del Amor divino nos está amando con la misma potencia y adoración con que dividió el Mar Rojo y resucitó a Jesús (véase Éxodo 14:21 y Juan, capítulo 20). De la misma manera que el sol brilla sin que se lo pidan, Dios simplemente ama.
Mary Baker Eddy ofrece esta promesa reconfortante: “En la desolación de la comprensión humana, el Amor divino oye y responde al llamado humano que pide ayuda; y la voz de la Verdad da a conocer las verdades divinas del ser que salvan a los mortales de los abismos de la ignorancia y del vicio. Ésta es la bendición del Padre. Instruye la vida humana, guía el entendimiento, llena la mente con ideas espirituales, renueva la religión judaica, y revela a Dios y al hombre como el Principio e idea de todo bien” (Escritos Misceláneos 1883-1896, págs. 81–82).
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