La noticia de que llovería en Ciudad del Cabo a principios de este mes hizo que mi corazón cantara de alegría. Mientras leía la historia de la BBC, me impactó que la primera frase dijera que la gente se regocijaba y agradecía a Dios (“Drought-hit Cape Town rejoices at rainfall,” Feb. 10, 2018). Comprendí lo que sentían al recordar bien la sequía que tuvimos en Nueva Inglaterra el año pasado, aunque mucho menos severa de la que Sudáfrica estaba experimentando.
Para fines del verano, nuestros arroyos y lagunas se habían secado, poniendo en peligro a la fauna silvestre, y los pozos de agua de la gente habían comenzado a secarse. Un día abrí la canilla y vi que el agua estaba llena de cieno. Según los noticieros, esto era señal de que un pozo estaba casi seco.
Había estado orando a diario por la sequía, pero no en el sentido de que “si yo oro lo suficiente”, mis oraciones podrían cambiar el clima. Más bien, la Ciencia Cristiana me ha demostrado que la oración es impulsada por Dios, es el resultado de una influencia divina: Dios eleva nuestro pensamiento por encima de las impresiones materiales, capacitándonos para ver más allá del cuadro material, y entender que Su creación espiritual ya está presente. Aunque parezca lo contrario, cuando comprendemos su sustancia, esta realidad espiritual cambia nuestra experiencia por completo. Por ejemplo, un número es una idea. Escribes un número o lo ves en la pantalla de una computadora, pero eso no hace que el número sea material. Su sustancia sigue siendo la idea detrás de lo que estás viendo.
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