Una mañana temprano, el año pasado, mientras mis huéspedes todavía dormían, salí para regar las plantas y el pasto recién plantado. A fin de alcanzar las macetas de flores que colgaban de la terraza del primer piso, subí la escalera para regarlas desde arriba. Al girar para bajar la escalera, sentí que tenía la manguera enredada alrededor de un tobillo. Para sacar el pie, traté de saltar por encima de la manguera (como había hecho en otras ocasiones), pero cuando lo hice la misma se ajustó más a mi pie y el impulso me arrojó de cabeza por encima de la baranda al patio de concreto de abajo. Como tenía las manos pegadas al cuerpo, no pude detener la caída de ninguna manera.
Desde niño había aprendido que debía confiar en la Ciencia divina y depender siempre de la ley de Dios para mi seguridad y cuidado; de buscarlo a Él por medio de la oración porque es el único remedio para todas las necesidades. En ese momento, recurrí a mi Padre-Madre Dios.
Me quedé quieto por un momento, y lo primero que pensé fue: “Las verdades de la Ciencia divina debieran ser admitidas —aun cuando la evidencia respecto a estas verdades no esté apoyada por el mal, por la materia o por el sentido material— porque la evidencia de que Dios y el hombre coexisten está plenamente sostenida por el sentido espiritual” (Mary Baker Eddy, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 471). Insistí con confianza en que todos los elementos de este incidente acatarían el hecho de que Dios protege a Sus hijos, y que Su presencia inmediata nos preserva y sana todas las dificultades con certeza científica. De manera que podía esperar una curación rápida y completa.
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