Un día mi marido llegó muy disgustado a casa. Alguien le había hecho un comentario muy hiriente. Cuando me lo contó, yo también me sentí herida. Sabía que éramos completamente inocentes. Desde que conocimos la Ciencia Cristiana, cada paso en nuestra vida lo hemos dado apoyados en la oración y escuchando atentamente a Dios. Me pareció que esta persona estaba juzgando nuestro estilo de vida y las decisiones que mi esposo y yo tomamos juntos como familia y como Científicos Cristianos.
Estaba tan dolida y abatida que no podía pensar con claridad. Era cierto que había cosas en nuestra vida que no seguían el camino tradicional que esta persona esperaba que siguiéramos, pero yo confiaba plenamente en el plan de Dios para nosotros. No necesitaba saber cuál sería ese plan dentro de veinte años; simplemente necesitaba saber el próximo paso. Deseaba de todo corazón saberlo.
Entonces, recuerdo que pensé: “Si Mary Baker Eddy (quien descubrió la Ciencia Cristiana en 1866) estuviera aquí sentada a mi lado, seguro que ella tendría las palabras que ahora necesito”. Anhelaba poder hablar con ella en persona, porque la admiro muchísimo por su espiritualidad y las ideas sanadoras y prácticas que dio a la humanidad en el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras. Conocí por primera vez a la Sra. Eddy a través de este libro que alguien me dio en una época en que mi vida era un desastre. El libro tuvo mucho sentido para mí cuando lo leí. De hecho, cambió mi vida.
Sin embargo, después de pensar así, casi al momento caí en la cuenta de que realmente no era la presencia personal de Mary Baker Eddy lo que anhelaba, sino la inspiración de Dios, la única Mente omnipresente y el Amor omnipresente que la había inspirado y guiado a ella y a tantos profetas a lo largo de la historia, así como también a Cristo Jesús, cuyo ejemplo ella siguió. Esta omnipresencia divina estaba allí conmigo, hablándome con ternura como solo el Padre-Madre Dios puede hacer. Sentí entonces con seguridad que yo también podía escuchar y comprender el mensaje de Dios y sentir una vez más la luz y la armonía de la Vida y el Amor divinos.
Tomé Ciencia y Salud, lo abrí al azar y encontré la siguiente declaración: “A medida que los mortales alcancen conceptos más correctos de Dios y del hombre, innumerables objetos de la creación, que antes eran invisibles, se harán visibles” (pág. 264). “¡Esto es lo que necesito!”, pensé. “Comprender más correctamente qué es Dios y qué es el hombre (yo misma) como Su reflejo”.
Al continuar leyendo, en la página 264 me encontré con estas palabras: “La Vida es Espíritu, nunca en la materia ni de la materia”, y me di cuenta de que no necesitaba buscar respuestas en escenarios humanos, sino en Dios, la Vida que es Espíritu. Comprendí que, como mi marido y yo somos inseparables de la Vida divina, nuestra vida y nuestro hogar manifestaban felicidad y paz y todas las cualidades que la Vida infinita incluye. De inmediato sentí que me había liberado de un gran peso.
Más adelante, en esa misma página del libro de texto, dice que solo por medio de “la vida y la bienaventuranza espirituales” podemos sentir verdadera paz y amor espiritual. Cuando leí eso, recuerdo que pensé que la vida y la bienaventuranza espirituales eran los únicos “estilos de vida” que mi marido y yo deseamos. Una vida de honestidad, bondad y crecimiento espiritual en la comprensión de Dios es el estilo de vida que trae genuina felicidad y paz; y no es una utopía inalcanzable, sino un regalo que Dios ya nos ha dado, porque somos Su reflejo. Ninguna situación o comentario desafortunado puede robarnos este regalo.
Cuánto más profundizo en estas ideas que nos reafirman en nuestra unión eterna con Dios, más gratitud y paz siento. Este hecho me dio la oportunidad de reconocer que no solo mi marido y yo somos uno con Dios, sino también lo era la persona que hizo el comentario y que, sin ella saberlo, nos hizo tanto bien.
María José Ocaña Jódar