Cuando se le pregunta a la gente qué puede hacerse acerca de la epidemia de la drogadicción, algunos responden que no los afecta a ellos específicamente, así que en realidad no tienen de qué preocuparse. Otros dicen que es un problema demasiado grande; entonces, ¿de qué sirve siquiera tratar de ayudar? Es cierto, en nuestras comunidades hay muchos ciudadanos abnegados y equipos de primera respuesta que dedican su tiempo a abordar este tema, con algunos buenos resultados. Pero ¿qué pasa si nos sentimos alejados del problema en cierto modo y no estamos seguros de cómo podemos ayudar?
Hay algo que las personas que estudian la Ciencia Cristiana pueden hacer ahora mismo y marcar una diferencia. Requiere de una compasión y valor únicos, un amor inmutable por nuestros semejantes, y el compromiso de ver la integridad que Dios le ha dado a cada persona. Inspirados por la comprensión espiritual acerca de Dios, y del hombre como reflejo de Dios, podemos sentirnos motivados a tomarnos regularmente unos momentos para orar por este asunto hasta que veamos resultados.
Recuerdo una parábola que usó Cristo Jesús en sus enseñanzas, conocida como la parábola del hijo pródigo (véase Lucas 15:11-32). Un hombre tenía dos hijos, y uno de ellos le pide a su padre que le dé su herencia antes de lo usual. El padre se la da, entonces su hijo la toma, se va de la casa y gasta su herencia con insensatez “viviendo perdidamente”, como lo describe Jesús, o yendo de juerga, como lo llamaríamos hoy. El dinero se acaba, y se produce una hambruna en la provincia. El hijo no tiene adónde ir, así que termina trabajando para un granjero quien lo manda a alimentar a su hato de cerdos. Como el hijo no tiene forma de obtener comida normal, comienza a comer las algarrobas con las que alimenta a los cerdos. La situación parece totalmente desesperada.
En ese punto, la Escritura dice que el hijo “[vuelve] en sí”; es decir, despierta y razona que estaría mucho mejor si regresara a su casa y se transformara en un jornalero en la casa de su padre. Ahora arrepentido, el hijo regresa a su casa para pedirle disculpas a su padre y preguntarle si puede ser como uno de sus sirvientes.
Aquí, la respuesta del padre cuando el hijo regresa es lo que merece nuestra consideración. La parábola dice que el padre ve venir a su hijo cuando aún estaba lejos. Pero no se queda allí parado ni espera a que su hijo llegue lentamente hasta ahí para poder desahogar toda su ira contra él y avergonzarlo. No, el padre tiene compasión: ¡Corre hacia su hijo, lo abraza, lo besa y lo rodea de amor! Es un relato impresionante, tan diferente a lo que se podría esperar, y me hizo pensar más profundamente en las cualidades de un padre como el del relato.
Aunque la parábola no profundiza demasiado en lo que estaba pensando el padre, se me ocurrió que a fin de tener una respuesta espiritualmente madura como esa, necesitamos sentir un amor profundo y perdurable por nuestros semejantes; por lo que comprendemos de la verdadera identidad del hombre como hijo de Dios. Nosotros también, al estar en contacto con el mundo cada día, podemos esforzarnos por atesorar lo que sabemos que es verdad acerca de los demás, y brindar una atmósfera de tierno cuidado y tolerancia que capacite a la gente para “volver en sí” y decidir regresar al hogar. Este tipo de amor persistente e inquebrantable tiene el poder de recuperar a aquellos que se condenan a ellos mismos o han perdido la esperanza.
Soy padre de dos varones, y a veces me preguntaba cuál sería mi respuesta en una situación tan difícil, hasta que ocurrió algo que me aclaró las cosas.
Una mañana temprano, mi esposa y yo recibimos una llamada del internado al que asistía nuestro hijo, informándonos que había tomado una sobredosis de drogas y se encontraba inconsciente.
La política del colegio era que el uso de drogas o alcohol era castigado con la expulsión, pero esa era la menor de mis preocupaciones. Durante las cuatro horas que nos tomó conducir hasta el colegio, mi esposa y yo no sabíamos si nuestro hijo sobreviviría.
Aunque había transgredido las normas y debía hacerse responsable de sus actos, en aquel momento se requería más, pero mucho más, que el enojo y la decepción. Cada minuto del camino hacia el colegio, mi esposa y yo recurrimos a todo lo que nos habían enseñado en la Ciencia Cristiana acerca de la naturaleza de Dios como el Amor divino e infinito, quien mantiene eternamente a Sus hijos e hijas a Su propia imagen y semejanza perfectas. Afirmamos el hecho científicamente cristiano de que hay una sola Mente, Dios, quien es la única y sola causa y nos está gobernando a todos en perfecto orden y armonía. Rechazamos la sugestión de que el hombre puede, o hasta desea, actuar de cualquier forma contraria a la buena dirección de Dios. Insistimos con firmeza en que solo existe una atracción, la del Amor divino, nuestro Padre-Madre, quien está siempre brindándonos todo lo que es real, bueno y verdadero. Atesoramos el pensamiento de que Dios es nuestra Vida y la de nuestro hijo, y que no tenemos ninguna existencia, ninguna vida, separada de la Vida divina y de todo lo que esa Vida incluye —amor, libertad, paz— sin ninguna capacidad para hacernos daño o destruirnos a nosotros mismos ni a nadie más.
Para cuando llegamos a la enfermería del colegio, se había reunido una multitud de estudiantes, obviamente para ver cómo reaccionaríamos ante la situación. Ahora nuestro hijo estaba consciente, y nos dijeron que, aunque iba a necesitar tiempo para recuperarse, él iba a estar bien. Se me ocurrió que los estudiantes que se habían reunido tal vez esperaban que nosotros estuviéramos enojados, humillados y furiosos con nuestro hijo por lo que había hecho.
Rechazamos la sugestión de que el hombre quiere actuar de cualquier forma que sea contraria a la buena dirección de Dios.
No obstante, el hecho de que mi esposa y yo hubiéramos orado todo el camino desde casa al colegio hizo que sintiéramos solo compasión, gratitud porque nuestro hijo estaba vivo, y un profundo y perdurable deseo de perdonarlo. El Cristo estaba presente, lo que nos capacitó a mi esposa y a mí para ver a nuestro hijo en su verdadera luz, unido inseparablemente a su único y verdadero Padre-Madre Dios; como siempre lo había estado, sin importar lo que las circunstancias indicaran en sentido contrario.
Llevamos a nuestro hijo a casa, envuelto en estos pensamientos y oraciones, y observamos cómo se producía gradualmente un cambio en su manera de pensar que nos aseguraba que él había mejorado su concepto de sí mismo. Para nosotros fue obvio que se había arrepentido verdaderamente de sus acciones. De una forma muy real, observamos la aplicación práctica de una declaración que Mary Baker Eddy escribió en el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “Al estar el hombre verdadero unido a su Hacedor por medio de la Ciencia, los mortales solo necesitan apartarse del pecado y perder de vista el yo mortal para encontrar el Cristo, el hombre verdadero y su relación con Dios, y para reconocer la filiación divina” (pág. 316).
El Amor divino es también el Principio divino, y ciertamente había consecuencias que nuestro hijo debía enfrentar, entre ellas, la necesidad de recuperar nuestra confianza en él. Pero ver el cambio que ya se había producido durante el período que estuvo en casa con nosotros fue realmente alentador. Y después de un tiempo, el internado, manifestando también compasión y entendimiento, le permitió regresar. Toda la experiencia se transformó en un hito para él, dado que perdió el deseo de tomar drogas. Aunque todavía necesitaba superar otras formas de rebeldía, su actitud había mejorado, y el crecimiento y progreso espirituales continuaron. Él es ahora un padre cariñoso y responsable de sus propios hijos.
Dados los millones de personas que hoy en día están lidiando con la adicción, es vital que nosotros comprendamos que no están irremediablemente perdidas, sin ninguna respuesta sobre cómo reivindicar sus vidas. Como el padre de la parábola del hijo pródigo de Jesús, es importante que seamos firmes, persistentes, pacientes y misericordiosos en nuestro enfoque al demostrar el poder infinito del único Dios, el Amor, para cuidar a cada uno de Sus hijos.
Podemos mantenernos inmutables al ver los cuadros de desesperación, sufrimiento y pérdida que se nos presentan con regularidad en las noticias. Y podemos decidirnos a amar lo suficiente y a que nos importe lo suficiente como para hacer algo al respecto, abrazar a nuestros hijos y a nuestros vecinos con nuestra oración en el amor del Cristo. Es este amor el que sana y bendice. Esto es algo que todos podemos hacer.
