En los últimos meses, nos han inundado las noticias de hombres que han sido identificados, castigados e incluso despedidos de sus trabajos, por comportamientos inapropiados hacia las mujeres. Leer y escuchar estas historias me recordó una experiencia de hace muchos años y, para mi sorpresa, me brindó una nueva oportunidad para crecer y sanar.
Era recién casada y mi esposo estaba en las fuerzas armadas, apostado en un portaaviones. El barco estaba en un dique seco para ser reparado, y vivíamos cerca en un apartamento modesto. Cada cuatro días, mi esposo permanecía a bordo durante un turno de 24 horas, y yo normalmente usaba el tiempo para limpiar, hacer las compras y cocinar.
Uno de esos días, bastante temprano, abrí el pequeño armario debajo de la escalera exterior del edificio para sacar la aspiradora compartida por los inquilinos. Cuando me incliné, sentí que alguien estaba de pie detrás de mí. En uno o dos segundos, un joven me atacó, empujándome al suelo y apretándome el cuello con su mano.
Sabiendo que al menos una o dos personas en el edificio estaban en casa, comencé a gritar. Mientras luchaba y gritaba, se hizo evidente que nadie venía a ayudarme y que yo no era lo suficientemente fuerte como para defenderme. De repente, supe que necesitaba un enfoque diferente. Sería Dios quien vendría a rescatarme.
En mi estudio de la Ciencia Cristiana, había aprendido que Dios me ama, que es una ayuda constante y que nunca puedo estar fuera de Su cuidado omnipotente. Con confianza en Dios, de la manera más firme y clara posible, dije: “¡Dios es mi vida y tú no puedes lastimarme!”. El hombre continuó su ataque, y yo repetí: “¡Dios es mi vida y tú no puedes lastimarme!”. Era consciente de que no estaba simplemente repitiendo palabras, realmente sentía la presencia de Dios. También era consciente de que, con la mano del hombre apretando mi garganta, estaba perdiendo la voz. Sin embargo, pude repetir una vez más: "Dios es mi vida y tú no puedes lastimarme". Ante eso, el hombre simplemente se levantó y se fue.
Después de las llamadas telefónicas a la policía y al barco de mi esposo, pronto hubo un pequeño grupo de hombres en nuestra sala de estar. Cuando uno de los policías llamó al cuartel general, me miró e informó a su oficina que yo estaba “en shock”. En realidad, la tranquilidad que estaba mostrando en ese momento se debía a mi gratitud por la sensación de seguridad que había sentido y el cuidado que sabía que había recibido de Dios, el Amor divino.
En los años que han transcurrido desde entonces, he tenido varias experiencias en las que fue necesario que estuviera o viajara sola, a veces a otros países. La seguridad que sentí de la protección de Dios aquella mañana ha contribuido a mi capacidad para hacer lo que fuera necesario con la confianza en el cuidado continuo de Dios.
Sin embargo, fue solo recientemente que me di cuenta de que mi curación aún no estaba completa. Hace mucho tiempo, pude reemplazar cualquier pensamiento negativo sobre el atacante con el entendimiento de su identidad como el hijo puro de Dios. Sin embargo ahora, mientras escuchaba las entrevistas con mujeres que han manifestado en público sus difíciles experiencias, me di cuenta de que había dejado a alguien afuera de ese pensamiento.
Algunas mujeres expresaron la necesidad de perdonar no solo a sus atacantes, sino también a los colegas que podrían y deberían haberlas apoyado y no lo hicieron. Fue entonces cuando recordé que uno de los compañeros de barco de mi esposo que había estado en su casa, y me había oído gritar, decidió no hacer nada. Aunque nunca me centré en ese hecho, no había pensado en este hombre con otra cosa más que con desprecio y como mínimo, con algo de resentimiento. Había llegado el momento de abandonar mi actitud negativa y reemplazarla con la verdad sanadora.
El tercer capítulo de Primera de Juan comienza con tres versículos que se leen en voz alta al final del servicio dominical en las Iglesias de Cristo, Científico. Ellos me han brindado mucha inspiración en diferentes ocasiones, y lo hicieron durante este momento también.
Por ejemplo, el primer versículo comienza: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios”. Luego, el segundo versículo declara: "Amados, ahora somos hijos de Dios”. Al orar con este versículo, puse especial énfasis en la palabra ahora, porque era muy importante para mí darme cuenta de que todos y cada uno de los que estuvieron envueltos en mi experiencia ya son el hijo, el niño, de Dios. Los tres versículos están llenos de significado espiritual y, al pensar más detenidamente en ellos, puedo decir con total honestidad que he podido dejar de lado mi actitud carente de amor y perdonar al antiguo compañero de barco de mi esposo.
Por esta experiencia de curación “actualizada”, así como por la original, estoy profundamente agradecida.
Suzanne Krogh
Bellingham, Washington, EE.UU.