Una primavera, los jinetes que me acompañaban y yo disfrutábamos de un divertido paseo, mientras nuestros caballos caminaban tranquilamente a lo largo del sendero, cuando de pronto uno de ellos se asustó por una razón desconocida, y frenéticamente se desvió y salió disparado por el camino. Los otros caballos lo siguieron. Aparentemente, no había razón para que tuvieran pánico y corrieran fuera de control, pero como uno de ellos había sentido miedo, todos los demás lo estaban exhibiendo.
Nunca supe qué lo alarmó, pero para mí fue una lección de cómo parece funcionar el contagio. Sin querer puede detectarse el temor y actuar en consecuencia. En otras palabras, una condición mental se expresa en lo que experimentamos.
En su obra principal, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, Mary Baker Eddy, la Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana, cuenta acerca de algo trágico que ocurrió que ilustra este punto: “Se le hizo creer a un hombre que él ocupaba la cama donde un enfermo de cólera había muerto. Inmediatamente se le presentaron los síntomas de esta enfermedad, y el hombre murió. El hecho fue que no se había contagiado de cólera por contacto material, porque ningún enfermo de cólera había estado en esa cama” (pág. 154).
¿Cómo ocurrió eso? Aparentemente, aunque la enfermedad no estaba físicamente presente, el estado de pensamiento temeroso produjo lo que el hombre percibía como inevitable.
De acuerdo con las enseñanzas de la Ciencia Cristiana, cuando se trata del contagio, el temor es por lo general lo que es necesario discernir, manejar y enfrentar con valentía. Puede comenzar con el temor generalizado de que algo nos puede lastimar a nosotros o a la sociedad en general; luego se transforma en un temor más específico de que existe cierta condición y está presente o cerca para amenazarnos; y finalmente se intensifica hasta transformarse en el pavor de que esa condición haya sido activada en contra de nuestro bienestar.
De manera que, ¿cómo podemos protegernos nosotros y los demás del temor al contagio que puede llevar a tener consecuencias físicas indeseables?
Podemos comenzar orando para saber y sentir que Dios, el Amor divino, es la única causa de todo lo que existe. La Biblia nos asegura, e ilustra, que no hay ninguna otra fuente y origen del ser más que Dios, quien es del todo bueno. El profeta Isaías nos asegura: “Ha jurado el Señor de los ejércitos, diciendo: Ciertamente, tal como lo había pensado, así ha sucedido; tal como lo había planeado, así se cumplirá” (Isaías 14:24, LBLA). Posteriormente, Isaías confirma que Dios es bondadoso y justo, y tiene misericordia, compasión y bendiciones para todos los que esperan en Él (véase Isaías 30:18).
Cuando comprendemos que Dios es Amor y que solo tiene el bien para Sus hijos (es decir, todos los hombres, mujeres y niños), podemos impedir que surja el temor de que algo aparte de Dios esté presente o tenga poder. “Puesto que Dios es Todo, no hay lugar para Su desemejanza. Dios solo, el Espíritu, creó todo y lo llamó bueno. Por tanto, el mal, al ser contrario al bien, es irreal, y no puede ser el producto de Dios” (Ciencia y Salud, pág. 339). El mal, ya sea una enfermedad o discordancia de cualquier tipo, no puede tener sustancia o poder si Dios, el bien, nunca lo hizo.
Podemos impedir que surja el temor de que algo aparte de Dios esté presente o tenga poder.
Un día hace muchos años, uno de nuestros hijos regresó a casa de la escuela con síntomas de varicela, de la que otro niño de su clase había sido diagnosticado. Hice que mi hija estuviera cómoda, y también comencé a orar con esta declaración de Ciencia y Salud: “Sólo hay una única causa primaria. Por lo tanto, no puede haber efecto de ninguna otra causa, y no puede haber realidad en nada que no proceda de esta causa grande y única” (pág. 207).
Como sabía que la única causa de toda la existencia es Dios, el bien, me sentí libre del temor de que pudiera haber una causa de algo que, a su vez, pudiera producir un efecto dañino. Y si bien nuestra hija tenía síntomas leves de esa condición, no duró mucho.
Durante la siguiente semana, aunque los otros chicos de la familia tenían síntomas parecidos, me sentí confiada en que la verdadera identidad de cada uno como hijo de Dios estaba a salvo en la salud y armonía del Amor divino. Aunque mantuvimos a los niños en casa y nos los mandamos a la escuela conforme a las reglas de la misma, ninguno de ellos tuvo dolor o efectos posteriores de esta experiencia. Pronto, todos estaban nuevamente ocupados con sus actividades regulares.
Mary Baker Eddy, la Fundadora del movimiento de la Ciencia Cristiana, quien se dedicó a compartir el método de curación de la Ciencia Cristiana con la humanidad, no asumió una postura enérgica en contra del uso de vacunas, sin embargo, señaló: “En lugar de altercar sobre la vacunación, recomiendo, si la ley lo requiere, que la persona se someta a este proceso, que obedezca la ley, y que luego recurra al evangelio para que la salve de los malos efectos físicos” (La Primera Iglesia de Cristo, Científico, y Miscelánea, págs. 219-220).
Esto fue lo que me sentí guiada a hacer después de que me gradué de la universidad, cuando me uní al Cuerpo de Paz de los Estados Unidos, y me enviaron a una parte del mundo que requería muchas vacunaciones. Si bien, en aquella época yo confiaba en mi propia seguridad y bienestar como la idea espiritual de nuestro Dios omnipotente y del todo amoroso, cumplí con los requisitos de este programa y acepté las inmunizaciones. Oraba para comprender que no podía sufrir de ningún efecto secundario debido a esta cooperación bien intencionada. Puedo decir con mucha gratitud que nunca sufrí por ello.
Cuando escuchamos noticias sobre el contagio en nuestro país o alrededor del mundo, podemos ayudar a aliviar el temor y cualquier supuesto efecto secundario, afirmando en el mismo momento que Dios está presente en todas partes, y es una fuerza poderosa en pro de la salud y la armonía, y la fuente del bien y el bienestar únicamente. Como Dios le dijo a Abraham, “No temas, Abram, yo soy un escudo para ti; tu recompensa será muy grande” (Génesis 15:1 LBLA), y “Yo estoy contigo. Y te bendeciré” (26:24).