Era una hermosa mañana de primavera, e íbamos con mi esposo de camino a la iglesia, donde yo debía dar una clase en la Escuela Dominical. Aquella mañana, varias calles alrededor de nuestra iglesia estaban bloqueadas y habían desviado el tránsito debido a un maratón que se celebraba en nuestra ciudad.
Después de seguir una ruta particularmente tortuosa, me di cuenta de que, si hacía una vuelta en U, pasaría todas las barreras y las calles cerradas, y tendría un camino libre hacia la iglesia, la cual estaba a pocas cuadras. No vi ningún cartel que lo prohibiera. Sin embargo, al dar la vuelta en U, sonó la sirena de la policía, y con las luces intermitentes un auto policial me detuvo. Una oficial de policía muy agitada y enojada se acercó a nuestro auto. Me preguntó si yo sabía lo peligrosa que era la vuelta que había dado, e indicó que había puesto en riesgo a los corredores y a los observadores del maratón. Miré alrededor. No había nadie. Ni un solo peatón o corredor, y ningún otro auto. La carrera todavía no había llegado a donde nosotros estábamos, y no había ninguna indicación de que lo haría muy pronto.
Me reí un poco ante la noción de que alguien pudiera estar en peligro. Pero de inmediato me di cuenta de mi error. La cara de la oficial se puso al rojo vivo, y subió la voz y, con una ira que casi no podía contener, comenzó a gritarme.
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