Todos los veranos, en los lugares áridos y cada vez más en otros lugares del mundo, la temporada de incendios es una época muy temida que preocupa y aumenta el miedo de residentes y bomberos por igual. Mi familia vive en una zona afectada por los incendios. La angustia y la devastación que mis vecinos han experimentado a veces me han impulsado a recurrir a Dios en imperiosa y ferviente oración. Al esforzarme por sanar y remediar el sufrimiento de tanta gente debido al fuego incontrolado, he tratado de comprender las leyes de Dios y cómo están a nuestro alcance para apagar las sustancias inflamables y prevenir los incendios catastróficos.
Estoy convencida de que la verdad acerca de la ley omnipotente de Dios, la ley del Amor, puede aplicarse con eficacia para aliviar el sufrimiento causado por los incendios forestales y otros problemas ambientales —incluso revertir el cambio climático— tan ciertamente como puede aliviar el dolor y la inflamación en el cuerpo. Estas pueden parecer afirmaciones desmesuradas. Pero se ha probado muchas veces el hecho de que no somos impotentes ante los problemas aparentemente abrumadores. Esto ha sido ilustrado en toda la Biblia, en la historia del cristianismo y en la práctica de la Ciencia Cristiana durante los últimos 150 años, incluso en mi propia experiencia.
Por ejemplo, Jesús calmó una tormenta violenta que amenazaba las vidas de sus discípulos durante un viaje en barco a través del mar de Galilea. Su comprensión de la presencia y el poder de Dios le dio la autoridad de reprender al viento y ordenar al mar: “Calla, enmudece”. Y la Biblia nos dice que “cesó el viento, y se hizo grande bonanza” (Marcos 4:39). San Pablo también probó el poder de la oración para protegerse no solo a sí mismo, sino a los demás a bordo del barco —en su caso, 276 personas en total— durante una furiosa y prolongada tormenta en el mar (véase Hechos, cap. 27). “El ángel de Dios” le aseguró que no habría ninguna pérdida de vida en esta aparentemente desesperada situación. Y así fue.
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