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Original Web

Familia liberada del contagio

Del número de enero de 2021 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Apareció primero el 5 de octubre de 2020 como original para la Web.


A medida que se profundizaba la crisis del COVID-19, recurrí al breve artículo de Mary Baker Eddy titulado “El contagio” (véase Escritos Misceláneos 1883–1896, págs. 228–229) en busca de comprensión e inspiración. Hace tiempo, leí ese artículo casi todos los días durante más de un año. Comparto este testimonio con la esperanza de que ayude a otros.

Cuando mi hija comenzó el preescolar, ella y mi esposo traían a casa todas las enfermedades contagiosas que rondaban por allí y, sin saberlo, las compartían con mi hijo pequeño y conmigo. Caíamos como fichas de dominó. Yo estaba consternada por lo que parecía ser un enorme desafío. 

Había crecido en una familia de Científicos Cristianos con cuatro hijos y no recordaba que el contagio hubiera sido jamás un problema. Entonces me di cuenta de que, cuando era niña, había estado libre del contagio como resultado de las oraciones de mis padres, y que ahora mi propia familia necesitaba demostrar la libertad que Dios nos había otorgado.

Lo primero que hice fue leer el artículo mencionado anteriormente, el que explica que el contagio es un fenómeno mental y dice: “Dejándonos llevar por la corriente popular del pensamiento mortal sin poner en duda la autenticidad de sus conclusiones, hacemos lo que otros hacen, creemos lo que otros creen, y decimos lo que otros dicen. El consentimiento común es contagioso, y hace contagiosa la enfermedad”.

El artículo continúa diciendo: “Si tan sólo la gente creyera que el bien es más contagioso que el mal, puesto que Dios es omnipresencia, cuánto más seguro sería el éxito del médico, y la conversión de pecadores por el clérigo”. 

Al principio, estas declaraciones no parecían profundas, pero a medida que estudiaba el artículo, la elegante simplicidad de su verdad se hizo más evidente. El contagio no era tan complicado como yo estaba tratando de hacerlo.

El artículo cita los versículos 9 y 10 del Salmo 91: “Porque has puesto al Señor, que es mi refugio, al Altísimo, por tu habitación. No te sucederá ningún mal, ni plaga se acercará a tu morada” (LBLA). Esto fue tan alentador que agregué el Salmo 91 a mi estudio diario.

Mi forma de pensar sobre las personas y las circunstancias cambió como resultado de lo que estaba aprendiendo. Quedó claro que dado que Dios, el Amor divino, está en todas partes, mi esposo y mi hija no podían salir del reino de los cielos y entrar en un ambiente hostil y peligroso. Vi la necesidad de incluir a todos en mis oraciones, sabiendo que ningún mal podía entrar en un corazón lleno del amor de Dios.

Luego llegó una semana en la que todos en la familia se enfermaron menos yo. Para el sábado, aunque todos los demás estaban bien, yo no. Se me ocurrió el amenazante pensamiento: “Ahora te toca a ti”. Me rebelé contra esta sugestión de que la propagación de las enfermedades es inevitable. Había estado estudiando y orando profundamente durante semanas para comprender mejor el cuidado tierno y constante de Dios por todos Sus hijos. Además, habíamos tenido tres curaciones esa semana, y aunque ahora no recuerdo cómo oré por ellas, me sentí alentada y agradecida por esta evidencia de que la Verdad divina sana.

Afirmé que hay un solo Dios, un solo poder, y que soy obediente al Primer Mandamiento de adorar a un solo Dios, para ser gobernada solo por el Principio divino de la armonía. Comprendí que no tenía que pasar por un proceso material para sentirme mejor, ya que Dios —el Espíritu, la Vida, el Amor, la Verdad— siempre es perfecto. Me sentí facultada para negarme a consentir el contagio. La injusticia de la pretensión de que cualquier persona puede verse aleatoriamente afectada por una enfermedad en cualquier momento me impulsó a protestar por esta enfermedad reconociendo la presencia constante de Dios. Pensé en Jesús cuando tocó con compasión a un leproso y lo sanó (véase Mateo 8:2, 3).

La convicción de que Dios cuida de nosotros era tan fuerte que mi forma de pensar y mis expectativas cambiaron. Toda sugestión de malestar simplemente desapareció. Sentí el consuelo del Cristo y sané. Pude comer una comida normal esa noche sin ningún indicio de náuseas. Según recuerdo, esa fue la última vez que todos en nuestra familia contrajimos la misma enfermedad.

Después de eso, me sentí fortalecida y lista para enfrentar las creencias de la enfermedad cada vez que surgieran. También sentí una alegría especial al compartir nuestras curaciones —y hubo muchas— durante las reuniones de testimonios de los miércoles en nuestra filial de la Iglesia de Cristo, Científico. Un par de ellas se destacan debido a las grandes lecciones que aprendí. 

Un hermoso día de finales del invierno, una amiga y yo estábamos afuera con nuestras dos hijas pequeñas. El tiempo todavía estaba fresco, pero la promesa de la primavera flotaba en el aire y las niñas se quitaron los abrigos, gorros, zapatos y calcetines con entusiasmo. Las vestimos de inmediato, pero lo hicieron una y otra vez a lo largo de la tarde.

Esa noche, mi hija se despertó y dijo que no se sentía bien. Fui a verla y canté la mitad de un himno favorito, y se calmó. Me alegré de volver a mi cama calentita, pero poco después ella me volvió a llamar. Esta vez escuché una pregunta clara en mi pensamiento: “¿No [pudiste] velar conmigo ni siquiera una hora?” (Mateo 26:40, NTV). Reconocí esto como la reprensión de Jesús a sus discípulos cuando se durmieron la noche antes de su crucifixión, en lugar de permanecer despiertos para apoyar a su Maestro. Sintiéndome disciplinada, esta vez tomé una manta, me senté cerca de un radiador junto a la cama de mi hija y oré.

Sabiendo que Dios es el único poder, refuté toda sugestión de que el clima, el frío o la exposición a los mismos pudieran causar enfermedades. Razoné que la alegre inocencia que expresaron las niñas no podía hacerles daño, ya que todos vivimos y existimos en Dios, el Amor divino, que mantiene cada idea preciosa a salvo bajo Su cuidado para siempre. Esta vez, cuando volví a la cama, mi hija dormía tranquilamente y yo sabía que estaba bien; y lo estaba. 

Cuando mi hijo tenía cuatro años, apareció en la televisión un anuncio de un medicamento para el resfriado con una voz en off que preguntaba con acento de Nueva York: “¿Tienes un resfriado esta noche?”. Mi hijo levantó su mirada y preguntó: “¿Qué es un resfriado?”. No recuerdo cómo respondí a su pregunta, pero unas noches después se despertó con los síntomas de un resfriado. Cuando entré en su habitación, escuché una vocecita que decía debajo de las sábanas, con acento neoyorquino: “¿Tengo un resfriado esta noche?”. No pude evitar reírme. ¡Esto ciertamente mostró la naturaleza mental del contagio! Al volverme a Dios en oración, sentí la paz de saber que la Mente divina estaba a cargo y que la enfermedad no era real. Ese fue el fin del resfriado para mi hijo, y nadie más en la familia lo contrajo.

Para cuando mis hijos estuvieron en la escuela, había perdido el temor al contagio. No fue que no tuviéramos problemas de salud que enfrentar, pero mi estudio de la Ciencia Cristiana y las numerosas curaciones que experimentamos habían fortalecido mi confianza en que la oración es eficaz para mantener la salud. Los desafíos se presentaban con menos frecuencia y las curaciones se producían más rápidamente. Las únicas clases que los niños perdieron fue cuando salimos de vacaciones. Disfrutaron de buena salud desde la escuela primaria hasta el bachillerato.

Estas experiencias fueron fundamentales en mi crecimiento espiritual y continúan bendiciéndome hoy. Estoy muy agradecida a Dios por Su tierno y constante cuidado.

Sharon Morash Brooks
Lake Lotawana, Misuri, EE.UU.

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