Refugiarse en el lugar por mucho tiempo debido a la pandemia del Covid-19 ha provocado cambios drásticos en las rutinas diarias, los que han hecho que algunos se sientan solos, distantes, desconectados y desanimados. Pero ¿el aislamiento físico tiene que conducir a la soledad?
Al considerar esto recientemente, me sorprendieron las diferencias entre la soledad y la quietud. Muchos de nosotros nos hemos sentido solos en un momento u otro: falta de compañía, anhelo de una conexión más personal, temor a ser excluidos o perder algo. La quietud, por otro lado, a menudo se caracteriza como un estado mental tranquilo, pacífico y seguro. Y así como es posible sentirse solo rodeado de otras personas, es igualmente posible encontrar quietud en medio de un gran tumulto y conmoción.
En su significado espiritual, podríamos pensar que la quietud es la cercanía a Dios, la calma que sentimos cuando el pensamiento se eleva por encima del caos y la incertidumbre de la vida diaria hacia un sentido superior de la existencia. El Salmo 139 nos asegura esta proximidad a Dios: “Oh Señor, tú me has escudriñado y conocido. . . ¿Adónde me iré de tu Espíritu, o adónde huiré de tu presencia? Si subo a los cielos, he aquí, allí estás tú; si en el Seol preparo mi lecho, allí estás tú. … Si digo: Ciertamente las tinieblas me envolverán, y la luz en torno mío será noche; ni aun las tinieblas son oscuras para ti, y la noche brilla como el día” (Salmos 139: 1, 7, 8, 11, 12, LBLA). Siempre somos uno con Dios y nunca podemos separarnos de Él, ni por un instante. Como lo deja en claro el salmo antes mencionado, aunque quisiéramos alejarnos de Dios, ¡realmente no hay manera en que podamos hacerlo!
Sin embargo, hay veces en que quizá nos sintamos muy separados, cuando Dios puede parecer irrelevante, distante, alejado. En momentos como esos, nuestros pensamientos tal vez aparenten estar llenos de oscuridad, duda, ira y miedo, cualquier cosa menos quietud. Y es en estos momentos que puede resultarnos difícil recordar que Dios está siempre cerca, sustentándonos, dirigiéndonos y apoyándonos, por más lejos que nos hayamos desviado.
Sin embargo, encontrar nuestro camino de regreso a Dios puede ser tan sencillo como cambiar nuestro pensamiento. Sabemos cuándo nos hemos alejado de Él porque nuestros pensamientos se vuelven complicados, nublados, egocéntricos. Puede que parezcan dar vueltas en nuestra cabeza, como un carrusel mental que no nos lleva a ninguna parte. Pero podemos apartarnos intencionalmente de los pensamientos negativos y tormentosos y humildemente pedirle a Dios que los reemplace por otros mejores y que nos llene de ellos: pensamientos de bondad, compasión, esperanza, paciencia, altruismo, humildad. Este esfuerzo intencional del pensamiento, que llamamos oración, a veces puede parecer exigente. Pero si persistimos, descubrimos que podemos reemplazar los pensamientos malvados o derrotistas, que sabemos que no provienen de Dios, por ideas prácticas y espirituales que nos elevan, inspiran y guían correctamente.
Aunque quisiéramos alejarnos de Dios, ¡realmente no hay manera en que podamos hacerlo!
Al hacerlo, experimentamos momentos de entrega de nosotros mismos y paz, y la quietud que sentimos es evidencia de que nuestro pensamiento se alinea con el de Dios. Notamos que nuestros pensamientos comienzan con menos frecuencia con “yo” o “mí” o “mi” y, en cambio, se centran más en Dios, en cómo podemos reflejar mejor Sus cualidades en nuestras actividades diarias y expresarlo ayudando a los demás. A medida que damos prioridad a Dios en nuestro pensamiento, nos rendimos ante Él, vivimos nuestro amor por Él y confiamos en que Él se ocupará de nuestras necesidades. Y si seguimos este curso de acción con diligencia, no hay límites para la paz y las bendiciones que vendrán.
Hace algunos años, antes de conocer la Ciencia Cristiana, tuve una experiencia que me reveló el poder de la quietud. Me habían despedido de mi trabajo y estuve desempleado durante casi 18 meses, y todos mis fervientes esfuerzos por buscar empleo habían sido infructuosos. Además de esto, me encontraba en un matrimonio desolado y problemático, y la mayoría de mis amigos se habían alejado de mi vida. Comencé a sentirme aislado y deprimido de una manera que nunca antes había experimentado.
En lo más profundo de mi desesperación, recurrí a Dios de una manera nueva, desde el fondo de mi corazón y con la voluntad incondicional de hacer todo lo que Él me dijera que hiciera. Al hacerlo, sentí que me invadía una gran calma, una sensación de quietud y seguridad que me recordaba el amor de mis padres por mí cuando era niño.
En los días que siguieron, mi frenética búsqueda de trabajo se volvió distendida y ordenada. Me sentí guiado a volver a presentar una solicitud para uno de los cientos de puestos que no había conseguido. De hecho, era un puesto en un campo en el que nunca antes había trabajado y para el que no estaba técnicamente calificado. Pero mi nuevo sentido de quietud me guió a cada paso del camino, orientándome con calma en el proceso de contratación y a proyectar con confianza mis mejores cualidades en las entrevistas. Para mi sorpresa, me contrataron, e inicié una carrera larga y exitosa.
Poco después, mi matrimonio infeliz se disolvió amistosamente y de mutuo acuerdo; mi esposa y yo seguimos caminos diferentes. Poco después, un amigo me dio a conocer la Ciencia Cristiana, la cual impulsó mi recién descubierta hambre espiritual y desde entonces ha traído innumerables bendiciones a mi vida.
En su libro de texto, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, Mary Baker Eddy proporciona algunos consejos prácticos para cultivar la quietud: “Para orar correctamente, debemos entrar en el aposento y cerrar la puerta. Debemos cerrar los labios y silenciar los sentidos materiales. En el santuario callado de las aspiraciones sinceras, debemos negar el pecado y declarar la totalidad de Dios. Debemos resolvernos a tomar la cruz, y con corazones honestos salir a trabajar y velar por la sabiduría, la Verdad y el Amor” (pág. 15).
Hoy en día encuentro mi “aposento” —ese lugar tranquilo y sereno en el pensamiento— en algunos lugares sorprendentes: mientras ayudo a mi hijo con la tarea, hago una caminata por el bosque, espero en una concurrida fila del supermercado o ¡incluso cuando barro mi garaje!
“Acérquense a Dios, y Dios se acercará a ustedes” (Santiago 4:8, NTV). Cuando nos acercamos con humildad y entusiasmo a Dios, los sentimientos de soledad y aislamiento son reemplazados por seguridad, satisfacción y confianza. Nuestros días se vuelven más brillantes y llenos de esperanza. Se abren nuevas formas de conectarnos con los demás, y sentimos más la bondad y el amor de Dios a través de esas conexiones. Los momentos que pasamos con otros se vuelven más ricos y armoniosos, mientras que el tiempo a solas se vuelve más simple, más profundo y más inspirado por Dios.
Lo principal es que acercarnos más a Dios significa que hemos dado pasos definitivos hacia el Espíritu, de formas que nos bendecirán permanentemente a nosotros mismos y a quienes nos rodean.