Cuando los tiempos son difíciles, es natural recurrir a cualquier cosa que nos haya resultado útil para salir adelante. Quizás también busquemos algo que podamos aprender de los demás. Siempre que el contagio es un problema en nuestras comunidades, a menudo me encuentro considerando tres lecciones que han surgido a lo largo de los años y que me han enseñado acerca de nuestra capacidad para enfrentar y superar este problema con confianza.
La primera lección trata sobre nuestra relación con Dios, el Espíritu infinito que llena todo el espacio. El apóstol Pablo escribió: “Vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros” (Romanos 8:9). Puede parecer que somos cuerpos físicos que viven en un mundo material, pero esa no es nuestra esencia como Dios nos conoce. Nuestra verdadera identidad es espiritual. Lo que verdaderamente nos define son las cualidades de Dios, y nosotros hemos sido hechos para expresar Su naturaleza.
Dios es totalmente bueno, al igual que Su creación. Esto significa que en realidad somos perfectos e íntegros, por siempre ilimitados por las llamadas leyes materiales de la salud. Solo Dios crea las condiciones para el hombre, y esas condiciones son siempre espirituales y armoniosas.
La segunda lección es que lo que finalmente determina nuestra vida es el pensamiento. Lo que llamamos una experiencia física, que atribuimos a causas y efectos materiales, es un concepto equivocado de lo que realmente está sucediendo. Como explica la Descubridora de la Ciencia Cristiana, Mary Baker Eddy, en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “En la proporción en que desaparece la creencia de que la vida y la inteligencia están en la materia o que proceden de ella, las verdades inmortales del ser son percibidas, y su única idea o inteligencia está en Dios” (pág. 279).
Podemos anular las preocupaciones sobre si somos sintomáticos, asintomáticos o portadores.
Al principio de mi exploración de estas lecciones espirituales, comencé a tener algunos momentos en los que el contagio no me tocó. Recuerdo unas vacaciones en la universidad cuando todo el grupo con el que estaba contrajo gripe. No tenía experiencia en manejar este tipo de situación a través de la oración, por lo que no pude ayudar a prevenir el problema para mi grupo. Pero estaba empezando a vislumbrar la verdadera individualidad del hombre, separada de las circunstancias materiales, y yo mismo nunca tuve ninguno de los síntomas. Esta experiencia me ayudó a lo largo del camino hacia la comprensión de que Dios ha liberado al hombre de la enfermedad, y me convenció de que de hecho existe una forma de vencer el contagio por medio de la oración.
Parte de esta segunda lección es la percepción de que las causas de la enfermedad no son físicas. Nuestra salud está relacionada en última instancia con nuestra consciencia de la presencia y el poder de Dios.
Hace un par de años tuve una tos muy fuerte. Pasaron semanas, y no desaparecía. Por supuesto que estaba orando, y en algún momento se me ocurrió que la raíz del problema era la profunda preocupación por el bienestar mundial. Mi familia estaba sana y segura en ese momento, pero me inquietaban las cosas que estaban sucediendo en todo el mundo y a dónde podrían llevarnos.
Enfrenté este temor orando para alcanzar un sentido más profundo del cuidado de Dios por Sus hijos, para ver que la actividad divina está siempre en la consciencia, guiándonos en las decisiones y acciones correctas. Me volví a Dios y encontré la firme certeza que acabó rápidamente con mi tos. Pero a pesar de la renovada sensación de paz, sentí, y todavía siento, la necesidad de que todos escuchemos y oremos juntos por estar más plenamente conscientes de la omnipresencia y omnipotencia de Dios.
De la segunda lección también se deduce que el contagio es mental. Reitero, la enfermedad tiene que ver con el pensamiento. Es una experiencia producida por lo que la Biblia llama la mente carnal (KJV) y lo que Ciencia y Salud, el libro de texto de la Ciencia Cristiana, se refiere como mente mortal: “Lloramos porque otros lloran, bostezamos porque ellos bostezan, y tenemos viruela porque otros la tienen; pero la mente mortal, no la materia, contiene y es portadora de la infección. Cuando este contagio mental sea comprendido, seremos más cuidadosos con nuestras condiciones mentales, y evitaremos el parloteo excesivo sobre la enfermedad, así como evitaríamos abogar por el crimen” (pág. 153).
Son ideas como estas las que nos han sanado cuando mi familia o yo hemos estado enfermos. Recuerdo una época en la que mis hijos eran pequeños y enfermaron de gripe. Teníamos familiares de visita y también se enfermaron. Entonces, la segunda noche, yo mismo tuve los síntomas. Recuerdo que seguí recurriendo a Dios y afirmando lo que yo era espiritualmente: no un mortal enfermo, sino un reflejo espiritual de Dios. Sabía que debido a que Dios era mi Creador, yo expresaba cualidades de bondad, propósito divino y salud. A pesar de la apariencia material, sabía que esta expresión del bien continuaba sin parar. Y me encontré no solo pensando en esto, sino sintiéndolo. A la hora de acostarme me sentí mejor y me fui a dormir. Por la mañana, estaba completamente bien y pude ayudar a los miembros de mi familia, que estaban comenzando a recuperarse. Pronto ellos también estuvieron bien.
La enfermedad es una sugestión que viene al pensamiento, a menudo como miedo, que (si se permite) puede asentarse en la consciencia y hacer que tengamos síntomas. Pero los síntomas en sí mismos son pensamientos y podemos negarnos a dejarnos impresionar o derrotar por ellos. Podemos descartarlos como sugestiones mentales falsas y, en cambio, abrazar la verdad sobre nosotros mismos como ideas espirituales puras e invulnerables de la Mente perfecta, Dios.
La tercera lección que me ha ayudado a prevenir y sanar enfermedades es un sentido permanente de Dios como Amor. La esencia de lo que somos es la expresión del Amor divino. Sea cual sea nuestra situación, siempre podemos amar. Ya sea que nos libremos de una enfermedad que está afectando a otros o que suframos solos o con un grupo en medio del problema, podemos amar; podemos expresar el Amor divino que sana. Al orar y durante todo el día, podemos anhelar conocer y ver la bondad de Dios para todos. Podemos recordarnos a nosotros mismos las cualidades de Dios presentes en todos.
Al recurrir al Amor infinito como la verdadera fuente de toda vida y acción, y como la única presencia y poder real, podemos darnos cuenta de que Dios nos ha dado la autoridad para dejar de lado las creencias en cualquier cosa que no sea el Amor. Entonces, los síntomas o temores sobre lo que la gente encuentra bajo un microscopio o al final de un hisopo pierden su poder sobre nuestro pensamiento y experiencia. Podemos anular las preocupaciones sobre si somos sintomáticos, asintomáticos o portadores. Borramos los pensamientos de enfermedad de nuestra consciencia y encontramos el cuerpo sano. Y como San Pablo, podemos vernos a nosotros mismos viviendo en el Espíritu, que es Dios. Al vivir las cualidades del Amor, encontramos que el Amor nos eleva por encima del sentido material de las cosas y nos lleva en una vida que expresa nuestro propósito divino.
