Hace algún tiempo trabajé en un equipo que se encargaba de crear y desarrollar un producto y sacarlo al público en la fecha límite. Había estado en este pequeño equipo durante bastante tiempo cuando se unió una persona nueva. Si bien era entusiasta y muy creativo, tenía mucho que aprender. Se le ocurrían ideas que sonaban muy bien pero que no eran realmente sólidas y no era capaz de ejecutar.
Realmente me molestaba porque le correspondía al resto del equipo —y en muchos casos, a mí en particular— encontrar una forma de hacer que las cosas funcionaran, y a menudo se tenía que empezar de nuevo.
Un día le pregunté a otro miembro del equipo qué podía hacer para evitar que esta persona siempre esperara que yo arreglara las cosas por él. De la manera más amorosa que pudo, ella me dijo: “Dejará de admirarte cuando dejes de tenerlo a menos”.
¡Ay! No me había dado cuenta de que había estado haciendo esto. Ella no lo había dicho para lastimarme, y yo lo sabía. Su respuesta me ayudó a ver cuál era la verdadera necesidad: ver al hombre que Dios creó, en lugar de a un mortal frustrante, y reconocer la capacidad que todos tenemos para vernos a nosotros mismos y a los demás de esta manera.
La Ciencia Cristiana se basa en la Biblia y presenta una visión del hombre —término que nos incluye a todos— que comienza con Dios como la fuente de todo ser verdadero. El hombre es el reflejo espiritual de Dios, Su imagen y semejanza. Todo lo que es real y verdadero acerca de nosotros se origina en Dios; y puesto que Él es infinitamente bueno, nuestra verdadera naturaleza incluye sólo lo que es bueno.
En el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, Mary Baker Eddy escribe: “Las Escrituras nos informan que el hombre está hecho a la imagen y semejanza de Dios. La materia no es esa semejanza. La semejanza del Espíritu no puede ser tan desemejante al Espíritu. El hombre es espiritual y perfecto; y porque es espiritual y perfecto, tiene que ser comprendido así en la Ciencia Cristiana” (pág. 475). Y en otra parte de Ciencia y Salud, explica: “El hombre es más que una forma material con una mente adentro, que tiene que escapar de su ambiente a fin de ser inmortal. El hombre refleja la infinitud, y este reflejo es la idea verdadera de Dios” (pág. 258).
Yo no estaba mirando al nuevo miembro de nuestro equipo a través de esta lente. Lo veía como un mortal orgulloso que trataba de impresionarnos con sus habilidades personales y estaba definido por sus defectos: alguien que se veía a sí mismo como independiente, no atado a las formas tradicionales de hacer las cosas, creativo e intachable cuando las ideas no funcionaban.
En síntesis, yo lo había despreciado a él con mi sentido de superioridad, dejando a Dios, la fuente de todo pensamiento y expresión original, fuera de la ecuación.
Así que aparté mi pensamiento de esa imagen de un mortal imperfecto tratando de impresionar a los demás, y me esforcé por reconocerlo como una de las ideas mismas de Dios, expresando la inteligencia y la creatividad de la Mente divina ilimitada.
Durante los siguientes meses hubo una clara mejoría en la dinámica del equipo, así como en la calidad de la producción de este hombre. Su trabajo ya no requería la considerable ayuda que el resto del equipo había estado brindando, y se expresaba mucha más armonía y buena voluntad dentro del equipo. Para mí, lo que presenciamos confirmó otra declaración de Ciencia y Salud: “Las capacidades humanas son ampliadas y perfeccionadas en la proporción en que la humanidad gana la concepción verdadera del hombre y de Dios” (pág. 258).
Cuán liberador es vernos unos a otros de la manera en que Dios nos ve.