Hay muchas experiencias en la vida que parecen requerir acomodarse y esperar a que suceda algo. Puede ser una estación del año que no nos gusta o una fase en el comportamiento de un niño, o bien, más a nivel global y aparentemente más amenazante, una pandemia o una agitación política. Sin embargo, una de las curaciones de Jesús demuestra a la perfección un tipo de espera mucho más prometedor.
La Biblia habla de un estanque llamado Betesda, rodeado de pórticos, donde había “una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que esperaban el movimiento del agua. Porque un ángel descendía de tiempo en tiempo al estanque, y agitaba el agua; y el que primero descendía al estanque después del movimiento del agua, quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviese” (Juan 5:3, 4).
Un hombre había estado allí 38 años. En un momento en que la expectativa de vida promedio no era mucho más que eso, él debe de haber sentido que había poca esperanza de recibir lo que estaba esperando —un suceso casi mágico— pero que no tenía otra opción. Cuando Jesús le preguntó si quería ser sanado, el hombre respondió solo con una explicación de por qué tal cosa era probablemente imposible: “Señor, … no tengo quien me meta en el estanque cuando se agita el agua; y entre tanto que yo voy, otro desciende antes que yo” (versículo 7).
Es obvio que esta versión de la espera no lo estaba ayudando. Pero Jesús, con su incomparable comprensión de Dios, la Vida divina, elevó el concepto de la espera de ese hombre a algo completamente diferente.
Hice todo lo posible para apartarme de la incertidumbre de cómo haría mi trabajo y preguntar humildemente: “Padre-Madre, ¿cómo puedo servirte mejor?”.
La palabra esperar puede significar mirar; estar completamente atento. Por ejemplo, el Salmo 25 dice: “Encamíname en tu verdad, y enséñame, porque tú eres el Dios de mi salvación; en ti he esperado todo el día” (versículo 5). Y el Salmo 62 puede describir lo que Jesús estaba haciendo mientras hablaba con este individuo: “Alma mía, espera en silencio solamente en Dios, pues de Él viene mi esperanza” (versículo 5, LBLA).
Parece claro que Jesús estaba completamente atento a lo que Dios le estaba diciendo acerca de esta persona. Y cuando la desgastada definición de espera que tenía el hombre se encontró con la vivificada definición de Jesús, algo transformador sucedió. La perspectiva del Cristo despertó al hombre de su falsa noción de sí mismo —alguien que no tenía “quien” lo ayudara— a la presente posibilidad de sanar y tener una vida completamente nueva. Jesús esperaba en Dios y esto constituía una comprensión tan vibrante y perpetua de la naturaleza totalmente buena de Dios, de sí mismo y de todos los que encontraba, que mostró al hombre quién era realmente: el hijo amado de Dios, jamás discapacitado o desesperado, sino siempre lleno de vigor, prestando atención con gran alegría e interés a lo que Dios le estaba dando a cada momento.
Como la de muchos otros, mi experiencia de la pandemia a menudo fue la de “esperar a que esto termine”. Soy profesora de bachillerato, y desde marzo de 2020 hasta abril de 2021, estuve en casa, enseñando de forma remota y preguntándome cómo podría seguir adelante. Anhelaba ver a mis alumnos en persona, pero cuando llegó el momento en que nos pidieron que volviéramos a la escuela, fue para enseñar un modelo híbrido, por el cual tendría algunos alumnos sentados en el aula y otros participando en la clase de forma remota. Esto parecía difícil e imposible de hacer, y no podía imaginar cómo lo lograría. Quería huir a algún lugar distante y esperar a que todo finalizara.
Ese anhelo de escapar me despertó. Era hora de dejar de esperar a que esto terminara y esperar verdaderamente en Dios. Diariamente, hice todo lo posible para apartarme de la incertidumbre de cómo haría mi trabajo y preguntar humildemente: “Padre-Madre, ¿cómo puedo servirte mejor?”. Después de mucha oración, sentí que estaba lista.
El día que debía regresar a la escuela, me desperté con un dolor terrible en la espalda. ¿Qué iba a hacer? Dios me había traído hasta ese día —estaba segura de eso— así que sabía que necesitaba ir a la escuela. Muy lentamente, pidiéndole ayuda a Dios a cada paso, me levanté y me preparé.
Mientras conducía hacia la escuela, escuché la Lección Bíblica del Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana de esa semana. Una palabra me llamó la atención como si la estuviera escuchando por primera vez: regocíjate. Al principio, eso parecía ridículo. Lo único que quería era pasar el día, esperar a que terminara. Pero de repente, me di cuenta de que mi regocijo siempre había venido y siempre vendría no de ninguna circunstancia humana en particular, sino del poder real y presente del Amor que es Dios. Podía regocijarme al ver a mis alumnos y colegas. Podía regocijarme por estar en el lugar correcto pasara lo que pasara. Al igual que Jesús, podía solo esperar en Dios.
Y así lo hice. Simplemente me regocijé por la presencia de Dios. Ese día, esta idea de esperar cobró plena vida para mí: “Los que esperan en el Señor renovarán sus fuerzas; se remontarán con alas como las águilas, correrán y no se cansarán, caminarán y no se fatigarán” (Isaías 40:31, LBLA). Al día siguiente, el dolor de espalda ya había disminuido y en pocos días estaba completamente sana.
La devota seguidora de Jesús, Mary Baker Eddy, también pensaba que la espera es un esfuerzo espiritual profundamente activo. Tal vez aludiendo a ese versículo en Isaías, ella escribe: “Al contemplar las infinitas tareas de la verdad, hacemos una pausa, esperamos en Dios. Luego avanzamos, hasta que el pensamiento ilimitado se adelanta extasiado, y a la concepción sin confines le son dadas alas para alcanzar la gloria divina” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 323).
Esperar en Dios no tiene que tomar tiempo. Puede ser elevar el pensamiento momento a momento. Mientras lo hacía lo mejor que podía en esas últimas semanas del año escolar, encontré muchos momentos benditos de “concepción sin confines”: momentos en los que miré a un alumno y lo único que pude ver fue amor y belleza, momentos en los que planeaba una lección y de pronto descubrí que sabía exactamente lo que debía hacer, tanto para los estudiantes en el aula como para aquellos que participaban vía Zoom desde su casa.
Esperar en Dios, ser receptivo a los mensajes de amor y sabiduría que siempre emanan de Él, ciertamente vence la espera a que esto termine.