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Original Web

Jamás desplazada del bien

Del número de agosto de 2022 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Apareció primero el 4 de abril de 2022 como original para la Web.


De acuerdo con ACNUR, Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados, a finales de 2020, más de ochenta y dos millones de personas fueron desplazadas por la fuerza fuera de su país de origen como refugiados o internamente dentro de las fronteras de su nación (unhcr.org).

Este número es de creciente preocupación aquí mismo, en mi propio país. En las últimas semanas y meses, las personas en Etiopía, donde vivo, están siendo desplazadas internamente debido a una escalada de la guerra civil, y algunas están huyendo a países vecinos. He estado profundamente angustiada por la magnitud de este problema y lo que he estado escuchando en las noticias y en la comunidad que me rodea.

Cada vez que enfrento noticias preocupantes, recurro a la oración. Pero cuando un problema se ha extendido tanto y parece tan colosal, ¿cómo podemos orar con eficacia? Un día, una respuesta me llegó fuerte y clara en estas palabras sobre Dios del Himno 136 del Himnario de la Ciencia Cristiana: “Contigo Mi presencia irá; / te brindaré la paz” (Violet Hay, © CSBD). Dios me dio esta respuesta, que, curiosamente, también me había ayudado a orar acerca de mis propios sentimientos sobre el desplazamiento algunos meses antes.

En esa ocasión, estas mismas palabras me llegaron cuando sentía una profunda tristeza ante la idea de tener que abandonar un lugar que quiero profundamente. Había pasado unos meses en ese lugar, rodeado de montañas, ríos y bosques, y enfrentaba el regreso a una ciudad ocupada y superpoblada donde vivo el resto del año. Pasaría al menos un año antes de poder regresar, y quería quedarme. Este ir y venir había sido mi experiencia durante más de veinte años. Me preguntaba si alguna vez llegaría el día en el que no tendría que abandonar el santuario de las montañas, o lo que yo llamo “mi lugar feliz”, cuando ya no experimentaría estos ciclos de tristeza.

Cada uno de nosotros está en el lugar donde Dios está. Es nuestro hogar permanente, donde siempre estamos cuidados y a salvo.

Fue una experiencia que no puede compararse con las tribulaciones que muchos enfrentan hoy; cuando me fuera, no perdería mi hogar, mis posesiones o mi sustento. Aun así, me embargó una sensación de pérdida. Le pedí a Dios que me diera paz y eliminara el temor y la incertidumbre de lo que podría suceder en el próximo año antes de que pudiera regresar.

Quería sanar no solo de la tristeza, sino también del descontento de vivir en un lugar cuando quería estar en otro. Me he mudado muchas veces y he vivido en algunos lugares difíciles e incómodos, así como en otros encantadores y maravillosos. Dondequiera que me encuentro, trato de demostrar que “gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento” (1 Timoteo 6:6). Pero a veces me he sentido muy lejos de alcanzar esa meta. Deseaba sentirme en paz y no ansiosa, sin importar donde viviera.

Temprano una mañana, mientras oraba en mi alameda favorita, los mensajes angelicales de Dios inundaron mi pensamiento y comenzaron a elevarlo. Vi que realmente no estaba lidiando con mi infelicidad con un lugar físico, sino con un concepto erróneo, o un malentendido, acerca de Dios y de mi relación con Él como mi Padre-Madre divino. Oré para obtener un concepto más espiritual de “lugar” y para sentir la seguridad de saber que nunca podría dejar mi lugar feliz en Dios, dondequiera que fuera en este mundo grande y extenso. Dios no es un ser corpóreo, sino el Espíritu divino, y Él nunca podría estar confinado a un lugar físico o ni siquiera estar en él. Además, yo soy la manifestación o reflejo del Espíritu; por lo tanto, soy espiritual. De modo que nunca podré salir del Espíritu. El Espíritu está en todas partes porque Dios es omnipresente. Donde sea que estemos, está el Espíritu. Vivimos en el Espíritu y del Espíritu.

El Salmo 139 dice: “¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú; y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás. Si tomare las alas del alba y habitare en el extremo del mar, aun allí me guiará tu mano, y me asirá tu diestra” (versículos 7-10).

Me quedó claro que somos inseparables del Espíritu, así como un rayo de luz es inseparable del sol. Siempre somos uno con Dios, el bien. En ese momento, y como si hubiera sido a propósito, amaneció sobre la montaña, y vi el rayo de sol más hermoso. Fue evidente para mí que no estaba dejando lo bueno que tenía en ese lugar que tanto quería, puesto que el bien no es personal ni está confinado a ningún lugar. Dios es el bien; por lo tanto, el bien está en todas partes. Dios, el bien, va conmigo, y yo voy con Él porque somos uno. Estaba muy agradecida de saber esto. Me dio una paz profundamente arraigada que llevé conmigo y en la que me he estado apoyando en los meses transcurridos desde entonces.  

Resultó que necesité escuchar esos mensajes angelicales nuevamente, poco después de regresar a Etiopía en el otoño. Al mismo tiempo que oraba por el alarmante número de personas desplazadas en el mundo, nuestra familia tuvo que evacuar nuestra casa debido a la intensificación del conflicto civil. No estábamos seguros de por cuánto tiempo nos iríamos o qué sucedería mientras estuviéramos fuera. La situación era inestable, y un ejército estaba avanzando sobre la ciudad. Fuimos a un país vecino y estuvimos allí dos meses, hasta que se consideró seguro regresar.

Durante ese tiempo, me quedé en casa de amigos y aprendí más sobre lo que significa no estar nunca fuera del Espíritu, fuera de Dios, el bien. Cuando recuerdo lo ocurrido, veo que Dios, el Amor divino, nos había estado alimentando y cuidando en el desierto, tal como lo había hecho con Moisés y los israelitas en los tiempos bíblicos; y lo que podría haber sido una experiencia difícil fue en cambio un tiempo bendito lleno de la evidencia del cuidado y el consuelo del Espíritu. Cuando regresamos a nuestra casa, todo estaba en orden, y la ciudad estaba intacta, a pesar de las terribles predicciones.

Esta experiencia, aunque es tan solo una pequeña vislumbre de lo que las personas y familias desplazadas es posible que enfrenten, me da un mayor deseo de orar cada día por todos los refugiados, aquellos que buscan asilo y las personas desplazadas en Etiopía y en todo el mundo que han perdido sus hogares, medios de vida y, en algunos casos, sus familias. Sé que ellos habitan en el mismo Espíritu en el que yo habito. Oro para ver que todos están abrazados bajo la protección y el cuidado de este Espíritu divino, tal como mi familia y yo lo estamos. Cada uno de nosotros está en el lugar donde Dios está. Nunca podemos salir de este lugar, es nuestro hogar permanente, donde siempre estamos cuidados y a salvo.

Esta interpretación de Isaías 45 de The Message, de Eugene Peterson, rodea de un modo perfecto al mundo entero en el abrazo y la promesa de liberación del Amor divino: “Reúnanse, vengan, todos ustedes refugiados y desechados. … Vuélvanse a mí y reciban ayuda —¡estén a salvo! — todos, quienquiera que sean y dondequiera que se encuentren. Yo soy Dios, el único Dios que existe, el único e incomparable Dios” (versículos 20 y 22).


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