Este año, un día por la mañana, una niña de 12 años ingresó a su escuela en una comunidad agrícola de los Estados Unidos y disparó a tres personas. Poco después, una maestra valiente salió de su aula y, al ver quién era la tiradora, caminó tranquilamente y habló con ella. En cuestión de minutos, la maestra le quitó con calma la pistola. Luego sostuvo y consoló a esta niña “muy infeliz” hasta que llegó la policía. Más tarde, el cuñado de la maestra la llamó “una madre nata”. Escribió en su blog: “La determinación la impulsó a actuar, pero la ternura y el amor maternal, no la fuerza, pasaron el arma de las manos de la niña a las de ella” (“How a teacher disarmed school shooter with motherly love,” The Christian Science Monitor, May 20, 2021).
Afortunadamente, nadie murió y los heridos se han recuperado en gran manera. Pero ¿qué impulsa a las personas, incluso a una niña pequeña, a recurrir a la violencia en primer lugar?
El autor de un libro reciente sobre la resolución de conflictos señala que el problema de fondo en la mayoría de las situaciones explosivas es lo que se ha denominado “la bomba nuclear de las emociones”: la humillación (véase Stephen Humphries, “Is any conflict unsolvable? This author doesn’t think so,” Monitor, June 14, 2021). Para algunos, la sensación de ser denigrados, de no pertenecer o de ni siquiera importar, parece constante. Y cuando las personas creen que está en juego su propia identidad, harán casi cualquier cosa para luchar contra lo que sea o quien sea que los esté menospreciando.
Pero nada de esto es realmente nuevo. Cristo Jesús señaló este mismo punto en su Sermón del Monte: “Han oído que a nuestros antepasados se les dijo: ‘No asesines. Si cometes asesinato quedarás sujeto a juicio’. Pero yo digo: aun si te enojas con alguien, ¡quedarás sujeto a juicio! Si llamas a alguien idiota, corres peligro de que te lleven ante el tribunal; y si maldices a alguien, corres peligro de caer en los fuegos del infierno” (Mateo 5:21, 22, NTV). Está claro que los pensamientos son letales mucho antes que las emociones, palabras, acciones y reacciones que generan.
En el mismo sermón, Jesús exhortó a sus oyentes a dar un paso radical, en mente y corazón, para corregir estos errores: “Pero yo digo: ¡ama a tus enemigos! ¡Ora por los que te persiguen! De esa manera, estarás actuando como verdadero hijo de tu Padre que está en el cielo. Pues él da la luz de su sol tanto a los malos como a los buenos y envía la lluvia sobre los justos y los injustos por igual. …Pero tú debes ser [completo], así como tu Padre en el cielo es [completo]” (Mateo 5:44, 45, 48, NTV).
Nuestra identidad creada por Dios no es en absoluto dada a la violencia, la ira, la frustración o la humillación. Estos no son más innatos en cualquier niño, mujer u hombre como creación de Dios que la enfermedad. De hecho, estamos hechos para amar, no para odiar o herir, ya sea a los demás o a nosotros mismos. Y estamos hechos para vivir en afectuosa relación con todos porque el Dios que nos hizo es el Amor mismo y el único poder verdadero. Esta es la única explicación para el continuo llamado del Cristo a que sus seguidores amaran a todos: conocido o extraño, familia o enemigo.
La obra principal de Mary Baker Eddy, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, explica que el Amor que el Cristo vivió es universal y siempre suficiente: “La profundidad, la anchura, la altura, el poder, la majestad y la gloria del Amor infinito llenan todo el espacio. ¡Eso basta!” (pág. 520). Esta bondad genuina e imparcial es inevitablemente pacífica y sabia, provocando pensamientos y acciones que no solo arreglan las cosas o apaciguan los malos motivos, sino que resuelven el problema subyacente: una mala comprensión de nosotros mismos y de los demás como mortales comprometidos o perdidos, temerosos y por nuestra cuenta. En cambio, el Amor reconoce nuestra unidad eterna e inmutable con el Amor, haciendo que cada uno de nosotros sea como Dios, espiritual y tan incapaz de quedar mal como lo somos de perder los estribos, nuestra mente o el cuidado de Dios.
El libro de texto de la Ciencia Cristiana destaca la seguridad que esto trae de estar a salvo tanto de perpetrar como de ser víctima de la voluntad humana y la violencia, proporcionando un camino a seguir para todos: “Revestido con la panoplia del Amor, el odio humano no puede alcanzarte. El cemento de una humanidad más elevada unirá todos los intereses en la divinidad única” (Ciencia y Salud, pág. 571).
Podemos esforzarnos por reconocer a los hijos del Amor en aquellos que encontramos y en nosotros mismos, para ejercer y crecer en la paciencia, bondad, generosidad y afecto que el Amor nos ha dado. A medida que lo hagamos, podremos enfrentar los pensamientos que nos tentarían a sentirnos indignos o enojados, y a ver más allá y desarmar la insatisfacción y otros pedidos de ayuda que silenciosamente pretenden ser nuestra identidad o la de otro y justificar las represalias.
El amor santo, puro e incesante que emana de Dios, y que cada uno de nosotros incluye, se regocija en la oportunidad de apreciar y elevar a los demás. Permitir que guíe nuestro corazón y consciencia nos convierte en pacificadores y conciliadores. Y nos ayudará a todos a abandonar la violencia —en pensamientos, palabras y hechos— en favor de Dios y del amor maternal que nos mantiene tiernamente a cada uno.
Ethel A. Baker
Redactora en Jefe