Este año, un día por la mañana, una niña de 12 años ingresó a su escuela en una comunidad agrícola de los Estados Unidos y disparó a tres personas. Poco después, una maestra valiente salió de su aula y, al ver quién era la tiradora, caminó tranquilamente y habló con ella. En cuestión de minutos, la maestra le quitó con calma la pistola. Luego sostuvo y consoló a esta niña “muy infeliz” hasta que llegó la policía. Más tarde, el cuñado de la maestra la llamó “una madre nata”. Escribió en su blog: “La determinación la impulsó a actuar, pero la ternura y el amor maternal, no la fuerza, pasaron el arma de las manos de la niña a las de ella” (“How a teacher disarmed school shooter with motherly love,” The Christian Science Monitor, May 20, 2021).
Afortunadamente, nadie murió y los heridos se han recuperado en gran manera. Pero ¿qué impulsa a las personas, incluso a una niña pequeña, a recurrir a la violencia en primer lugar?
El autor de un libro reciente sobre la resolución de conflictos señala que el problema de fondo en la mayoría de las situaciones explosivas es lo que se ha denominado “la bomba nuclear de las emociones”: la humillación (véase Stephen Humphries, “Is any conflict unsolvable? This author doesn’t think so,” Monitor, June 14, 2021). Para algunos, la sensación de ser denigrados, de no pertenecer o de ni siquiera importar, parece constante. Y cuando las personas creen que está en juego su propia identidad, harán casi cualquier cosa para luchar contra lo que sea o quien sea que los esté menospreciando.
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