Mientras leía sobre los autócratas, la injusticia internacional y doméstica, la división y el racismo, mi opinión acerca de varios líderes políticos era mucho menos que caritativa. “¡Algún día lo pagarán!” Pensé para mí mismo. Era muy fácil criticar a estos líderes.
Sin embargo, el autor de Primera de Juan en la Biblia dice directamente que, si odiamos a nuestro hermano, a quien podemos ver, entonces es imposible amar a Dios, a quien no podemos ver. De hecho, declara que somos mentirosos si decimos que amamos a Dios mientras odiamos a nuestro hermano (véase 4:20). Eso me hirió en lo más vivo cuando me di cuenta de cuánta ira había estado alimentando mis pensamientos. Pero también iluminó el camino que necesitaba recorrer.
Por supuesto, yo no deseaba ser identificado como un mentiroso. Realmente quería, como escribe Mary Baker Eddy en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, “algo mejor, más elevado, más sagrado, de lo que proporciona una creencia material en un Dios y un hombre físicos” (pág. 258); una creencia material que pinta una imagen insuficiente e inexacta de la verdadera identidad espiritual de cada uno de nosotros.
Si odiamos a nuestro hermano, a quien podemos ver, entonces es imposible amar a Dios, a quien no podemos ver.
Pensé en la vida que Cristo Jesús llevó y el ejemplo que nos dejó. ¿Qué pensó de sus propios verdugos? Le pidió a Dios que los perdonara, “porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Incluso en la mayor prueba de Jesús, fue capaz de elevarse por encima de cualquier deseo de venganza. Pero ¿cómo elevarse a esa altura de pensamiento, a esa generosidad de espíritu? La Sra. Eddy nos señala la dirección correcta: “El Amor divino siempre ha respondido y siempre responderá a toda necesidad humana” (Ciencia y Salud, pág. 494). En esa hora de necesidad humana, ¿qué hizo Jesús? Amó divinamente.
Amar divinamente es dejar que el Cristo hable en nuestro pensamiento, en nuestro ser: dejar humildemente que la verdad del hombre expresada por el Cristo esté presente en nuestros pensamientos y nuestro corazón. El Himno 222 del Himnario de la Ciencia Cristiana nos habla de esta actividad divina en el corazón humano:
Cuán silenciosamente
el don glorioso otorga Dios,
y da al humano corazón
Su santa bendición.
Ninguno oírlo puede,
mas en el mundo aquí,
doquier encuentre humildad,
el Cristo entrará.
(Phillips Brooks)
Este Cristo, esta idea eterna e indestructible de Dios, viene a nuestra consciencia sin importar el tiempo, el lugar o las circunstancias. Lo reconocemos a través del sentido espiritual cuando recurrimos a Dios.
Entonces, ¿qué hay de mí y de la ira que había estado albergando? La primera pregunta que me hice fue: “¿Cómo hizo Dios al hombre, ya sea un autócrata, un político o a mí?”. El primer capítulo del Génesis afirma que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, el Espíritu. Dios solo nos conoce como Su semejanza: espirituales; buenos; la imagen del Amor, de la Mente divina; inteligentes; guiados por el sentido y la sabiduría espirituales; no guiados o influenciados por el mal. Dios no nos conoce como tiránicos, ignorantes, crueles, egoístas, estúpidos, partidistas, causantes de divisiones o racistas.
El hombre, la idea de Dios, no es material, “no está constituido de cerebro, sangre, huesos y otros elementos materiales”, porque “la semejanza del Espíritu no puede ser tan desemejante al Espíritu...
“El hombre verdadero no puede desviarse de la santidad, ni puede Dios, por medio de quien el hombre es desarrollado, engendrar la capacidad o libertad de pecar” (Ciencia y Salud, pág. 475).
En cambio, el hombre —cada uno de nosotros— es bueno, amoroso, inocente y tierno. El Cristo me permite ver a mi prójimo, a mis hermanos y hermanas, espiritualmente; independientemente de la posición política, la afiliación, la identidad nacional o la ocupación.
Y el Cristo nos asegura que esta creación espiritual es la única realidad, que emana de Dios, de la Vida divina, la Verdad, el Principio y el Amor. Ciencia y Salud afirma: “Hay un único camino que conduce al cielo, la armonía, y el Cristo en la Ciencia divina nos muestra este camino. Es no conocer otra realidad —no tener otra consciencia de la vida— que el bien, Dios y Su reflejo, y elevarse sobre los así llamados dolores y placeres de los sentidos” (pág. 242). Ver esta verdad, mantener esta visión espiritual de la creación de la Mente divina, es amar divinamente, amar a nuestros hermanos y hermanas de la manera divinamente inspirada que Jesús nos mostró.
Vi que, para amar más a Dios, para ser obediente y confiar en Él, debo volverme al Cristo y dejar que la ira se disuelva. Debo estar dispuesto a pedir: “Padre, perdónalos; porque no saben lo que hacen”. Y cuando me equivoco, cuando la ira se apodera de mí, puedo orar a Dios para que el Cristo entre en mi corazón, lo cual trae perdón y humildad.
Entonces, puedo orar para saber que hay un solo Dios, un Amor, un Principio y una Verdad, una Mente, una Vida, un Alma. En toda la creación de Dios, no hay hombre mortal ni mortalidad ni limitación. No hay crueldad ni injusticia ni división entre los hijos de Dios, ni ideología ni acción basada en la raza. En cambio, sólo existe la expresividad infinita de Dios. Lo único que existe es la creación perfecta, pura e inocente de Dios, que Lo refleja siempre.
Para que la hermandad del hombre se establezca en nuestra experiencia diaria, debe estar arraigada en una reconocida y vivida comprensión de la unidad y la totalidad de Dios. La Sra. Eddy promete en Ciencia y Salud: “Un único Dios infinito, el bien, unifica a los hombres y a las naciones; constituye la hermandad del hombre; pone fin a las guerras; cumple el mandato de las Escrituras: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’; aniquila la idolatría pagana y la cristiana, todo lo que está errado en los códigos sociales, civiles, criminales, políticos y religiosos; equipara los sexos; anula la maldición que pesa sobre el hombre, y no deja nada que pueda pecar, sufrir, ser castigado o destruido” (pág. 340).
Ahora es el momento de amar divinamente. Ahora es el momento de reconocer a un Dios y a Su infinita creación. Ahora es el momento de reconocer y afirmar que el hijo de Dios —tú, yo y cualquier otra persona sobre la que veamos o leamos u oigamos— es espiritual, perfecto y bueno, hecho a imagen y semejanza de Dios. Porque todos somos hijos de Dios.