Me dieron a conocer la Ciencia Cristiana de adulta e inmediatamente me esforcé por abrazar sus enseñanzas y su forma de vida. Al mismo tiempo, con frecuencia compartía un turno de trabajo con una persona que no me gustaba. Pensaba que era tosca y desagradable. Me sentía culpable de mis pensamientos nada cristianos y sabía que albergar sentimientos críticos hacia alguien no contribuye a la felicidad o la curación, así que recurrí a Dios.
Afortunadamente, mientras oraba, Dios me hizo saber que con Su ayuda podía hacer algo al respecto. Aunque no pudiera cambiar a mi compañera de trabajo, podía cambiar la forma en que yo pensaba acerca de ella. Sabía que una de las principales normas de la Ciencia Cristiana es la Regla de Oro: “Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos” (Mateo 7:12). Esto significa que debemos ser caritativos con todos sin excepción.
Reflexioné sobre la vida de Jesús, quien amaba a todos, incluso a aquellos que claramente habían pecado, aun a aquellos que lo crucificaron. Para él, amar era natural e incluía a todos.
¿Cómo lo hacía? Me pregunté. ¿Cómo amaba sinceramente a aquellos que parecían, al menos a simple vista, tan difíciles de amar y tan desagradables —incluso odiosos y crueles— con él? Una respuesta que me llegó fue que Cristo Jesús comprendía claramente que todos somos, en realidad, totalmente espirituales: seres amados, puros y divinos, uno con Dios, el bien.
Mary Baker Eddy, quien descubrió la Ciencia Cristiana, resume la percepción de Jesús y el efecto que tuvo en los demás en estas palabras: “Jesús contemplaba en la Ciencia al hombre perfecto, que a él se le hacía aparente donde el hombre mortal y pecador se hace aparente a los mortales. En este hombre perfecto el Salvador veía la semejanza misma de Dios, y esta perspectiva correcta del hombre sanaba a los enfermos. Así Jesús enseñó que el reino de Dios está intacto, es universal, y que el hombre es puro y santo” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, págs. 476-477).
Esta visión espiritualmente avanzada acerca de la humanidad, tan clara para Cristo Jesús, se ilustra vívidamente en el relato de la transfiguración. Jesús llevó a sus seguidores Pedro, Santiago y Juan a una montaña y se transfiguró delante de ellos, de modo que “resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz” (Mateo 17:2).
El resplandor de la Vida divina se vio claramente en Jesús. Me di cuenta de que, en ese estado puro y espiritual, así como no hay enfermedad o tristeza, no hay sentimientos de mala voluntad o actitudes críticas; solo amor puro que lo abarca y lo envuelve todo.
Entonces, ¿cómo influyó este discernimiento acerca de la transfiguración en mis sentimientos hacia mi compañera de trabajo? Me di cuenta de que la había estado juzgando por la forma en que me parecía que era ella, en lugar de ver su verdadera naturaleza como la hija perfecta de Dios, un ser espiritual que estaba bien de la manera en que Dios la había creado.
La siguiente vez que la vi, mi percepción había cambiado por completo. No podía creer que me hubiera perdido ver lo amable, paciente, cariñosa y divertida que era. ¡Qué transformación del pensamiento! A partir de ese momento, estaba ansiosa por trabajar con ella, y aprendí mucho de su ejemplo y experiencia.
Esta lección al principio de mi estudio de la Ciencia Cristiana permaneció conmigo, y ha sido una bendición continua por la cual estoy agradecida. He sido más feliz, porque seguir el mandato de Dios de amarnos unos a otros es una clave para la felicidad y nos libera del sentido de culpa. Una perspectiva más amable y espiritual acerca de los demás ha traído curaciones, porque la verdad del ser fue más fácilmente reconocida y aceptada. Además, he conocido a personas maravillosas que podría haber ignorado o desestimado, y mi vida se ha enriquecido con la bondad que expresaron. Finalmente, el amor que lo envuelve todo es esencial para desempeñarme como capellán de la Ciencia Cristiana que se relaciona con los reclusos en las instituciones de mi estado; un trabajo que me encanta hacer.
Si bien no es necesario hacerse amigo de cada persona con quien nos encontramos y estar de acuerdo con ella, es importante recordar que todos somos iguales y perfectos ante los ojos de Dios. Percibir eso nos permite emular mejor a Cristo Jesús, ver a los demás sin juzgarlos tanto y con más amor, y sentir una mayor unidad y paz mental.