A lo largo de gran parte de mi vida adulta, parecía enfrentarme al estrés de la escasez financiera. Como madre soltera la mayor parte del tiempo, luché con lo que resultaron ser intentos inútiles de ser autosuficiente. A pesar de que a menudo tenía más de un trabajo, no lograba recuperarme de las brechas en los ingresos debido a múltiples inestabilidades laborales, despidos o fracaso en los negocios. Y a pesar de mis habilidades, talentos y educación, no podía establecerme en una arraigada carrera profesional.
En un momento dado, comencé a estudiar la Ciencia Cristiana y trabajé de vez en cuando durante varios años con distintos practicistas de esta Ciencia. Parecía estar aprendiendo lentamente, en cierta medida, que la provisión en realidad es espiritual —que proviene de Dios— y que toma, y tomaría, formas prácticas mediante las ideas del Amor divino. Comprobé esto en los regalos prácticos de queridos amigos, pero seguía enfrentando inestabilidad económica y abrumadoras facturas.
Entonces, un practicista, al que estaba llamando por primera vez, me sorprendió diciendo: “Si tuvieras un millón de dólares en el banco, ¿qué harías?”. Le respondí: “No lo sé”. Inmediatamente respondió: “¡Bueno, irías a reclamarlo!”. Supuse que se refería a la abundante y omnipresente provisión espiritual de Dios, y a nuestro derecho inherente a reclamarlo individualmente como Sus hijos, algo que todavía sentía que no estaba haciendo en la práctica.
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