Hubo una época en que nuestra familia estuvo en la indigencia, ya que el negocio de mi esposo había fracasado. Estábamos completamente en bancarrota; sin dinero para pagar comida, ropa o la hipoteca. Y teníamos dos hijos. Acababa de embarcarme en la práctica de la curación pública de la Ciencia Cristiana a tiempo completo, y mis ingresos eran modestos. Sin embargo, sentía que no debía abandonar esta vocación. Me di cuenta de que este era mi llamado: ayudar a la gente a través de la oración.
Si bien hubiera sido fácil culpar a mi esposo por nuestra grave situación financiera, me pregunté, en cambio, de dónde realmente creía que venía mi provisión del bien. ¿Venía de mi esposo, mi trabajo, dinero en el banco… o de Dios? Mientras oraba, comprendí que esta era una oportunidad para rechazar toda sugestión de escasez y demostrar la abundante provisión de Dios a través de Sus ideas espirituales que satisfacen la necesidad humana.
En el fondo sabía que esto era cierto: Dios es la fuente de todo el bien y es el proveedor más confiable, constante y generoso. La idea de que pudiera verme obligada a dejar mi práctica sanadora por razones financieras, o que nuestra familia pudiera quedarse sin hogar y sin un centavo, no estaba de acuerdo con mi concepto de Dios como el bien infinito. Mary Baker Eddy, la Descubridora de la Ciencia Cristiana, escribe en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras que los Científicos Cristianos se han “alistado para disminuir el mal” (pág. 450), y vi que la carencia es un mal porque niega la bondad y el perfecto cuidado de Dios por nosotros.
Decidí abrir mi pensamiento y esforzarme por tener puntos de vista más amplios y espirituales de la existencia. Comencé un estudio profundo de la Biblia y los escritos de la Sra. Eddy. En el libro de Isaías en la Biblia leemos: “Porque tu esposo es tu Hacedor, el Señor de los ejércitos es su nombre; y tu Redentor es el Santo de Israel, que se llama Dios de toda la tierra” (54:5, LBLA). Comprendí que Dios era mi verdadero esposo; yo dependía de Él y Él satisfaría las necesidades de nuestra familia.
Cada uno de nosotros mora en la consciencia del Amor divino y puede consolarse al saber que nunca podemos estar separados de este Amor.
Cada día me esmeraba por centrar mi pensamiento en Dios. Constantemente reclamaba la identidad espiritual de mi esposo y apreciaba sus buenas cualidades, tales como el amor por su familia y su genio creativo como diseñador. Sabía que estas cualidades provenían de Dios, la Mente y el Alma divinas de todos. Cada vez que veía que se expresaban cualidades indeseables en los asuntos personales o de negocios de mi esposo, yo afirmaba que Dios es la única Mente de todos nosotros y que mi esposo expresaba el orden, la integridad y la sabiduría de la Mente.
Al orar constantemente con estas ideas durante algún tiempo, obtuve un sentido claro de la verdadera identidad espiritual de mi marido, y mi confianza en que Dios nos proveía de lo necesario se fortaleció.
Un día, al abrir el armario, vi que no había nada de comida para darle a mi hija para el almuerzo, y no teníamos fondos para comprar más. Fui hasta mi escritorio y oré para saber que Dios, el Espíritu divino, es la sustancia de todas las cosas. Pensé en cómo los hijos de Israel fueron alimentados a diario con maná en su travesía por el desierto y que Jesús pudo dar de comer a miles con unos pocos panes y peces (véase Juan 6:5-13) porque sabía que Dios, el Espíritu, tiene ilimitados recursos para bendecir a Sus hijos. Sólo tenemos que reconocer este hecho para ver evidencia de ello.
Justo en ese momento sonó el teléfono. Era una amiga que me dijo: “Adela, tenemos un almuerzo especial. Debes venir y comer con nosotros y traer a tu hija”. La abundancia de Dios fue demostrada.
Nuestra familia nunca más se quedó sin comida. Y día tras día todas nuestras necesidades fueron respondidas de maneras sorprendentes. A menudo había suficientes ingresos en la fecha en que vencía una factura de servicios públicos, u otra cuenta, para poder pagarla. Vi más claramente que las necesidades individuales de todos en nuestro hogar ya estaban satisfechas, porque todos éramos hijos de Dios, y como tales, cada uno de nosotros era una idea completa, que reflejaba solo lo bueno.
Oré profundamente por el hogar porque teníamos que hacer pagos mensuales de la hipoteca para mantener un techo sobre nuestras cabezas. Este pasaje de la Biblia me recordó que no podían quitarnos nuestro verdadero hogar: “Sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos” (2 Corintios 5:1). Como a menudo surgía la preocupación de que nuestra casa pudiera ser embargada por el banco, reconocía con frecuencia que la casa en la que vivíamos era mantenida por Dios.
Cuando estaba ansiosa, llevaba mis preocupaciones a Dios —a “la casa del Señor” de la que se habla en el Salmo 23 (versículo 6)— y reclamaba la paz inalterada de mi hogar. Afirmaba con regularidad que mi casa estaba centrada en Dios, afianzada firmemente en la roca del Cristo, la verdadera idea de Dios. Trancaba mi puerta mental contra la crítica y la creencia en la escasez, y afirmaba que todos vivíamos en la casa del Señor. Como resultado, los sentimientos estresantes disminuían y los fondos necesarios siempre llegaban a tiempo para pagar la hipoteca. Esta evidencia de la bondad de Dios continuó.
Finalmente, mi esposo y yo nos separamos, y un tiempo después, él falleció. Durante los muchos años en que estuve sola, viví en un apartamento encantador, confiando completamente en los ingresos de mi práctica de la Ciencia Cristiana, y no carecí de nada. A veces mis necesidades eran satisfechas de maneras tan aparentemente milagrosas que era como si hubiera sacado una moneda de la boca de un pez, como Jesús le ordenó a su discípulo Pedro que hiciera para pagar sus impuestos (véase Mateo 17:24-27). Fue una gran alegría ser testigo de esta provisión.
Hace unos años me volví a casar, y el hogar del que mi esposo y yo disfrutamos refleja la abundancia y la belleza de Dios.
El autor del Salmo 23 se regocijó en las infinitas bendiciones de Dios al escribir: “El Señor es mi pastor; nada me faltará… Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida, y en la casa del Señor moraré por largos días” (versículos 1, 6, LBLA). En Ciencia y Salud, la Sra. Eddy nos da el sentido espiritual de este salmo, y define la casa del Señor como “[la consciencia] del [AMOR]” (pág. 578).
Cada uno de nosotros mora en la consciencia del Amor divino y puede consolarse al saber que nunca podemos estar separados de este Amor. Ciertamente, la bondad y la misericordia de Dios nos siguen —y nos mantienen— cada día de nuestra vida.
La hija de la autora escribe:
De niña, no puedo recordar que nuestra familia no hubiera tenido todo lo que necesitaba. Mi madre nunca me dijo que no podía hacer alguna actividad buena y correcta porque no teníamos suficiente dinero para ello. Asistí a clases de ballet durante toda mi adolescencia y hasta bien entrados los veinte años, y siempre tuvimos suficiente dinero para pagar la matrícula y los conciertos. Años después, me di cuenta de la profundidad de las oraciones de mi madre para mantener un techo sobre nuestras cabezas y comida en la mesa. Esto se hizo con tanta mansedumbre, que de niña nunca sentí que algún pensamiento ansioso o resentimiento entrara en nuestro hogar. Una vez que me fui de casa para comenzar mi propia vida, me di cuenta de la importancia de orar por el hogar, que eran nuestros pensamientos los que hacían que un hogar fuera armonioso o discordante. Estoy agradecida de que mi madre me haya enseñado esta valiosa lección desde temprana edad. Mis recuerdos de la infancia y la vida familiar son de ilimitada provisión, alegría y paz.
Joy Rae-Hughes