Era mi primer año en la facultad de derecho, y uno de mis profesores era sumamente intimidante. Era brillante, pero no tenía mucha paciencia con los errores. Yo estudiaba mucho, no obstante, pasaba cada clase escondiéndome en la parte de atrás y evitando el contacto visual.
La noche antes del examen final, comencé a entrar en pánico. Los conceptos que había estudiado muchas veces de repente parecían borrosos, y leía la misma oración una y otra vez sin retener nada de la misma. Comencé a imaginarme que reprobaría la prueba y —¿por qué detenerme allí?— abandonaría la facultad de derecho.
Obviamente, nada de esta manera de pensar era particularmente inspiradora, por lo que fue una grata sorpresa cuando me vino a la mente un pensamiento que, por mi estudio de la Ciencia Cristiana, reconocí provenía de Dios. No era el mensaje típico. Pero tenía un poder y una autoridad detrás de él que había llegado a identificar con los pensamientos de Dios, más bien que con algo que se me había ocurrido por mi cuenta.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!