Era mi primer año en la facultad de derecho, y uno de mis profesores era sumamente intimidante. Era brillante, pero no tenía mucha paciencia con los errores. Yo estudiaba mucho, no obstante, pasaba cada clase escondiéndome en la parte de atrás y evitando el contacto visual.
La noche antes del examen final, comencé a entrar en pánico. Los conceptos que había estudiado muchas veces de repente parecían borrosos, y leía la misma oración una y otra vez sin retener nada de la misma. Comencé a imaginarme que reprobaría la prueba y —¿por qué detenerme allí?— abandonaría la facultad de derecho.
Obviamente, nada de esta manera de pensar era particularmente inspiradora, por lo que fue una grata sorpresa cuando me vino a la mente un pensamiento que, por mi estudio de la Ciencia Cristiana, reconocí provenía de Dios. No era el mensaje típico. Pero tenía un poder y una autoridad detrás de él que había llegado a identificar con los pensamientos de Dios, más bien que con algo que se me había ocurrido por mi cuenta.
El mensaje decía: “Entonces repruebas este examen. ¿Y qué pasa? ¿De verdad crees que Dios te amará menos? ¿O te amará más si te va bien? La naturaleza misma de Dios es el Amor. Su amor no depende de tu desempeño en este examen, y tu identidad tampoco. Si la facultad de derecho no es el lugar adecuado para ti, el Amor te guiará al lugar correcto, uno donde puedas encontrar actividades que te satisfagan a ti y bendiga a los demás”.
En retrospectiva, podría haber esperado una idea más en la línea de “¡Dios es la fuente de tu inteligencia, y Él te dará las respuestas que necesitas!” Esto habría sido igualmente válido, pero el mensaje que recibí llegó a la raíz de lo que necesitaba, que era entender que ni este examen ni ninguna otra circunstancia humana tenía la clave de mi identidad o mi futuro. Y esta idea resonó tanto en mí que el temor que había estado sintiendo se desvaneció por completo. Cerré el libro de derecho y dormí tranquilamente toda la noche.
El examen de tres horas del día siguiente consistió en tres preguntas de un ensayo. Mientras leía la primera, entendí inmediatamente qué hacer. Había una respuesta directa, pero la respuesta que se necesitaba era más sutil y requería una comprensión más profunda del material. Las otras dos preguntas eran similares.
Los conceptos y las palabras fluyeron sin esfuerzo mientras escribía. Sabía por las enseñanzas de la Ciencia Cristiana que hay una sola Mente, Dios; por lo tanto, la inteligencia que respalda la creación del examen también debe respaldar las respuestas al examen. Y sentí la presencia de esa inteligencia divina con cada frase que compuse. Entregué la prueba, sintiendo que lo había hecho razonablemente bien.
Sin embargo, no supe qué tan bien hasta una semana después, cuando se distribuyeron las calificaciones. Este profesor “intimidante” me buscó, me estrechó la mano y me informó que había recibido la calificación más alta en una clase de más de cien estudiantes. Gentilmente agregó que mis respuestas habían sido “¡magníficas!” Al principio, me sorprendió, pero también estaba lleno de gratitud a Dios.
¡Ojalá pudiera decir que esto fue típico del resto de mi experiencia en la facultad de derecho! No lo fue, pero me proporcionó una base sólida para completar con éxito mis estudios. Curiosamente, ejercí la abogacía solo unos pocos años antes de pasar a otras cosas, lo que demuestra el punto de la experiencia: Nunca tuvo que ver con un grado, un curso, un título o una carrera. Se trataba de confiar en Dios y comprender que la sustancia de mi vida consiste en la expresión de Sus cualidades más bien que en la forma en particular que toma esa expresión en un momento dado.
