Hace casi cinco años, mi esposo y yo tuvimos el deseo de expandir nuestra familia. Cuando me enteré de que estaba embarazada de nuestro tercer hijo, vivíamos en un lugar que había servido bien a nuestra familia durante seis años, pero que nos estaba quedando cada vez más chico. Oré a Dios y afirmé que Él ya le estaba dando a nuestra familia todo lo que necesitábamos para prosperar y crecer. A medida que avanzaba mi embarazo, continué orando y escuchando la dirección de Dios para guiarnos a dar los pasos necesarios para nuestra creciente familia.
No teníamos mucho dinero ahorrado, y no estaba segura de cómo íbamos a poder pagar una casa más grande, pero persistí en orar y buscar la guía de Dios. Encontré consuelo en la Biblia y me encantaba la promesa en Salmos 36:7: “¡Cuán preciosa, oh Dios, es tu misericordia! Por eso los hijos de los hombres se amparan bajo la sombra de tus alas”. Sabía que, si continuaba poniendo mi confianza en Dios y Su bondad en lugar de en las circunstancias materiales, tendríamos lo que necesitábamos.
A los seis meses de embarazo, todavía no estaba segura de nuestros planes futuros, pero continué orando. En Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, Mary Baker Eddy afirma: “El hogar es el lugar más querido de la tierra, y debiera ser el centro, aunque no el límite, de los afectos” (pág. 58). Pensé en la idea del hogar no como una estructura física, sino más bien como una cualidad del Espíritu, Dios. Nuestro hogar viene de Dios, quien es nuestra fuente completa de provisión y amor. Nuestro crecimiento como familia no dependía del espacio que habitábamos, sino del amor que expresábamos. A mi esposo y a mí nos encantaba ser padres y estábamos muy emocionados de dar la bienvenida a otro bebé —otra de las ideas completas de Dios— a nuestra familia.
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