Cuando era una joven esposa del medio oeste de los Estados Unidos, jamás imaginé que algún día me encontraría viviendo en el extranjero en un complejo militar, pero eso fue lo que sucedió. Mi flamante esposo, un oficial naval estadounidense, fue destinado a las Filipinas poco después de casarnos, y me uní a él meses después en la base naval.
Nos habían advertido que no condujéramos nuestro vehículo fuera de la base, pero mi esposo pensó que un viaje rápido a Manila no sería un problema. Había rechazado como habladurías los rumores respecto a que el personal estadounidense había sido detenido o capturado fuera de la base. Pronto nos dimos cuenta de lo ingenuo que fue esto. La guerra de Vietnam estaba en marcha, y Filipinas estaba al borde de la ley marcial. Apenas toleraban a los estadounidenses, y a veces disparaban contra ellos.
Cuando nuestro vehículo se acercó a un puesto de control en el camino de tierra, descendió una barrera y bloqueó nuestro paso. Unos soldados filipinos sacaron a mi esposo de nuestro auto y lo llevaron a una pequeña choza. Sentada sola en nuestro auto al borde de la carretera, mientras esperaba novedades de nuestra situación, comencé a orar. Recientemente había estado apreciando la simplicidad y el poder de las dos primeras palabras de la oración que Cristo Jesús nos dejó, “Padre Nuestro”, que indican la naturaleza inclusiva del amor maternal y paternal de Dios, y la hermandad de los hijos e hijas de Dios. Sabía que era imposible que alguien estuviera fuera de los brazos fuertes, afectuosos y envolventes de nuestro Padre universal: el Amor divino.
En medio de una situación angustiosa, las oraciones de la autora la llevaron a permanecer en calma para poder escuchar la voz de Dios. El mensaje angelical le dijo: “No tengas temor y agradece”. Se dio cuenta de que su lista de gratitud era larga y esta comprensión trajo una solución.
Desde la infancia había estado familiarizada con el Padre Nuestro, y más tarde, con la directiva de Jesús: “Haz a los demás todo lo que quieras que te hagan a ti” (Mateo 7:12, NTV). Cuando tomé la instrucción de clase de la Ciencia Cristiana, se sugirió que esta última incluía pensar en los demás de la manera en que nos gustaría que se pensara en nosotros. Había estado tratando de aplicar esto en todas mis interacciones con la gente local, a pesar de la hostilidad.
También había aprendido en la Ciencia Cristiana que la oración implica escuchar la guía de Dios y tener la humildad de seguirla. En ese momento, mientras esperaba en el auto, mi sencilla oración fue: “¿Y ahora qué hago, Dios mío?”. La respuesta me embargó: “No tengas temor. Agradece”. Es difícil tener miedo cuando estás ocupado agradeciendo. Aunque nuestra situación parecía precaria, mi lista de gratitud era larga, y finalmente me sentí tranquila e impulsada a salir del auto para localizar a mi esposo.
Los sucesos que siguieron me recuerdan algo que Mary Baker Eddy, la Descubridora de la Ciencia Cristiana, dijo acerca de la ayuda de Dios en tales situaciones: “Recuerda, no puedes ser llevado a ninguna circunstancia, por más grave que sea, en la que el Amor no haya estado antes que tú y en la que su tierna lección no te esté esperando. Por lo tanto, no desesperes ni murmures, porque aquello que procura salvar, sanar y librar, te guiará, si buscas esta guía” (La Primera Iglesia de Cristo, Científico, y Miscelánea, págs. 149-150).
Así como el iceberg más frío e imponente no puede evitar derretirse en aguas cálidas, ninguna circunstancia —por más insoluble que parezca— puede resistir la influencia sanadora del Amor divino. Allí mismo, frente a la aparente estolidez y agresión, sentí la tierna y poderosa presencia sanadora del Amor disipando la tensión. Sabía que los malos pensamientos no nos caracterizan a ninguno de nosotros. El Amor disuelve estas mentiras acerca de la verdadera naturaleza espiritual del hombre.
Mientras caminaba hacia la choza a donde habían llevado a mi esposo, yo no tenía idea de lo que diría o haría, pero sabía que Dios me daría las palabras correctas. Confiada en mi seguridad, entré en un cuarto lleno de personal militar uniformado y divisé a mi esposo en un rincón con un guardia armado.
Me acerqué al oficial a cargo, y me escuché usar las pocas frases en tagalo que había aprendido, cuando le dije sinceramente lo hermoso que era su país. Su ira desapareció, y después de una breve discusión respecto a la placa que faltaba en la parte delantera de nuestro automóvil (la razón que dieron para detenernos), fue a hablar por la radio de comunicaciones. Después de una animada discusión con su superior al otro lado de la línea, anunció que podíamos irnos pagando una mínima multa.
Le agradecí al oficial en su idioma y mi esposo y yo reanudamos nuestros viajes. En los siguientes dos años de nuestro destino en ese hermoso país no hubo más incidentes de este tipo.
Durante nuestro tiempo restante en el extranjero, mi esposo y yo enfrentamos otros desafíos como tifones, inundaciones, incendios, terremotos, disturbios, monzones y amenazas de bomba, pero en cada circunstancia, descubrimos que Dios nos elevaba y apoyaba.
Hoy, al reflexionar sobre esta experiencia, pienso que estar libre fue grandioso. Estar seguro fue maravilloso. Pero saber que el lenguaje universal de amor de Dios se entiende en todas partes, y es capaz de disolver cualquier conflicto o malentendido que pueda surgir, fue el regalo de toda una vida.