Era un día cálido y húmedo a principios de agosto hace cinco años; varias tormentas eléctricas fuertes ya habían pasado por el área donde resido, y se esperaban más. Vivo a unos tres kilómetros del lago Michigan, y no es inusual que los fuertes vientos y tormentas azoten el lago con frecuencia durante el año. Esa tarde en particular, una tormenta cobró tremenda velocidad y fuerza, y golpeó la costa de Michigan con vientos en línea recta estimados entre ciento cuarenta a ciento noventa kilómetros por hora. Mi ciudad estaba directamente en su camino.
Miles de árboles volaron, los cables de alta tensión cayeron en un enmarañado enredo y dejaron las carreteras intransitables y cientos de hogares sin electricidad. Seis árboles habían caído sobre mi techo, y docenas más en mi propiedad. Siempre estaré agradecida de que mis hijos adultos, que estaban de visita en ese momento, y yo saliéramos ilesos. De hecho, todos nos volvimos de inmediato a Dios en oración, reconocimos Su presencia, protección y autoridad, y escuchamos con atención para saber por dónde debíamos comenzar la limpieza.
Nuestras oraciones incluían gratitud por los numerosos amigos que llegaron los días siguientes, después de haber caminado debajo, por encima y alrededor de más de un kilómetro y medio de árboles caídos para llegar a mi casa. Trajeron motosierras, combustible, agua, comida y, lo más importante, amor. Sentí que estaba presenciando lo que significa “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:39). Todos se presentaron en el momento adecuado con el conocimiento y el equipo apropiados para servir, como si estuvieran orquestados por la inteligencia divina que yo creía los estaba impulsando a cuidarnos de esta manera.
Yo era Primera Lectora en mi Iglesia filial de Cristo, Científico, y una semana después de la tormenta, pudimos reabrir para celebrar un servicio dominical. Fue una hora preciosa. Uno de los himnos que cantamos ese domingo fue especialmente apropiado. La segunda estrofa dice así:
Aunque mis comodidades humanas mueran,
el Señor mi Salvador vive;
aunque me rodee la oscuridad,
canciones da Dios en la noche.
Ninguna tormenta puede mi más íntima calma sacudir
cuando a esa Roca me aferro;
puesto que el Amor es Dios del cielo y de la tierra,
¿cómo no voy a cantar?
(Pauline T., adapted, Christian Science Hymnal, N° 533, © CSBD)
Estas palabras fueron importantes para mí al contemplar todo lo que aún restaba por hacer, incluso trabajar con la compañía de seguros. Había escuchado historias de las malas experiencias que han tenido las personas con los reclamos de seguros, así que sabía que al enfrentar este proceso, necesitaba continuar orando. Decidí quedarme en “esa Roca”, Dios, y seguir cantando, y me negué a dejar que la enormidad de la tarea o el desafío de pagar por ella me abrumaran.
También decidí comprender con más claridad qué es realmente el seguro. Busqué la palabra asegurar y descubrí que significa “tener la seguridad, tener la certeza o proteger” (The American Heritage Dictionary of the English Language), y “garantizar contra pérdida o daño” (dictionary.com). A través de mi estudio y práctica de la Ciencia Cristiana, he aprendido que mi seguridad y mi protección contra la pérdida y el daño tienen su fuente en Dios. De modo que mi verdadero seguro proviene de Dios.
Después de que algunas fuertes tormentas eléctricas dañaran su casa, la autora se sintió impulsada a orar profundamente por la situación. Un sentido de renovación trajo restauración espiritual y física, así como un proceso tranquilo y armonioso al trabajar con la compañía de seguros de hogar.
Mis oraciones también me llevaron a la Biblia, donde encontré muchas referencias a lo que consideré como el primer “plan de seguro”: el pacto de provisión y seguridad que Dios hizo con Sus hijos desde el principio. Por ejemplo, Dios promete a Noé y a sus hijos después de permanecer en el arca durante el diluvio: “He aquí que yo establezco mi pacto con vosotros, y con vuestros descendientes después de vosotros” (Génesis 9:9). Y Dios le promete a Abraham: “Estableceré mi pacto contigo y tus descendientes después de ti en cada generación como un pacto perdurable. Yo seré tu Dios y el Dios de tus descendientes después de ti” (Génesis 17:7, según Common English Bible). Estas garantías del pacto eterno de amor y protección de Dios para nosotros, Sus hijos amados, se repiten en toda la Biblia.
También encontré útil una idea que compartió el constructor con el que trabajé. Dijo que el trabajo que haría su equipo no se trataba de reparación, sino de restauración. Me encantó esa idea y supe que podía confiar en Dios para restaurar completamente mi hogar. Mi casa siempre había sido un lugar hospitalario para los demás, y me di cuenta de que realmente no era una estructura de madera y ventanas. Era una expresión del Amor divino, que recibía y abrazaba a todos los que entraban por sus puertas. Esa expresión del Amor nunca podría perderse.
Mis interacciones con la compañía de seguros fueron armoniosas. Todos fueron claros al explicar el proceso, justos en la compensación por el trabajo y apoyaron todo el proyecto de restauración. Resultó que fui compensada por completo, incluso antes de que se terminara todo el trabajo.
En un año, mi casa y mi propiedad estuvieron completamente restauradas, y hoy siguen siendo una bendición para mí y para los demás.
Cada uno de nosotros está siempre en casa —y asegurado para siempre— en los brazos de nuestro Padre-Madre Dios, que es el Amor divino. Nunca podemos ser expulsados o dejados fuera de este Amor por los eventos climáticos, circunstancias económicas, relaciones familiares cambiantes o cualquier otra cosa. Como Mary Baker Eddy nos recuerda en la hermosa interpretación del Salmo 23 en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida, y en la casa [la consciencia] del [Amor] moraré por largos días” (pág. 578).