Los síntomas del resfriado parecían ser cosa del pasado para mí. A través de mi práctica de la Ciencia Cristiana, había llegado a ver muy claramente que cuando esos síntomas aparecían por primera vez, podía refutarlos mentalmente; no estaban en mi cuerpo, sino en mi consciencia: la tentación de creer en un poder opuesto a Dios, el bien. Y me di cuenta de que sucumbir a esta tentación no era más obligatorio para mí que pensar que yo —que no bebo alcohol— tenía que detenerme para comprar una caja de seis cervezas solo porque acababa de pasar en la autopista por un cartel publicitario que anunciaba cerveza.
Con frecuencia oraba con este pasaje del libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, por Mary Baker Eddy: “Cuando la ilusión de enfermedad o de pecado te tiente, aférrate firmemente a Dios y Su idea. No permitas que nada sino Su semejanza more en tu pensamiento. No dejes que ni el temor ni la duda ensombrezcan tu claro sentido y calma confianza de que el reconocimiento de la vida armoniosa —como la Vida es eternamente— puede destruir cualquier sentido doloroso o cualquier creencia acerca de aquello que no es la Vida” (pág. 495).
Se había vuelto cada vez más claro para mí que todos los síntomas de enfermedad son la tentación de dudar de la omnipresencia de Dios. Cada vez que me sentía congestionada, al aferrarme con firmeza a la naturaleza armoniosa de la Vida divina, los síntomas desaparecían. Tenía la certeza de que los síntomas del resfriado eran ilusorios, porque siempre retrocedían cuando oraba de esta manera.
Entonces, una mañana tuve dolor de garganta. “Ningún problema”, pensé. Pasé unos momentos recordando todas las veces que había visto desaparecer esos síntomas, y me sentí segura de que saber que no tenían sustancia verdadera haría que desaparecieran nuevamente. Sin embargo, a medida que transcurría el día, los síntomas no se detenían, sino que, de hecho, empeoraban cada vez más. Pasé la noche muy inquieta.
Por la mañana, leí la Lección Bíblica del Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana, una lección semanal compuesta de pasajes de la Biblia y Ciencia y Salud. Incluía la historia de cuando Jesús envió a setenta de sus seguidores a realizar sus propios ministerios de curación. Cuando regresaron, todos estaban emocionados de que los “demonios” (la falsa ilusión de las enfermedades y otros males) hubieran sido expulsados a través de sus oraciones. Jesús les aseguró que absolutamente nada podía hacerles daño debido al poder del Cristo, la verdad de Dios. Pero luego elevó sus pensamientos a una realidad aun más importante: “Pero no os regocijéis de que los espíritus se os sujetan, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Lucas 10:20).
Necesitaba comprender mejor el Principio subyacente, el Amor divino, que me sostiene a mí y a todos.
¡Ah, ahí estaba mi respuesta! Me había concentrado tanto en lo buena que me estaba volviendo para ver la irrealidad de la engañosa tentación de los síntomas del resfriado que estaba impresionada por mi propia capacidad para expulsarlos. En cambio, necesitaba comprender mejor el Principio subyacente, el Amor divino, que me mantiene a mí y a todos nosotros bajo su cuidado tierno, eterno y omnipresente. “Reparar” los síntomas del resfriado se había convertido en algo así como ser bueno para “golpear” las figuras en un popular juego de las máquinas recreativas, en lugar de, digamos, simplemente desenchufar la máquina, ¡lo que evitaría que las figuras aparecieran! Necesitaba profundizar mis oraciones y comprender que en el Amor divino no hay fuente para ninguna tentación o discordancia. Mientras me sentaba en silencio, y me regocijaba al tomar conciencia de que mi nombre estaba escrito en los cielos, los síntomas simplemente desaparecieron.
Esto me lleva a la pregunta: “¿Qué significa, entonces, que nuestros nombres estén escritos en los cielos?”. Bueno, implica que por encima, más allá y fuera de cualquier cosa que nos suceda en nuestra vida cotidiana, nuestro verdadero ser está establecido en la realidad espiritual, la cual no está sujeta a la desarmonía. Es como darse cuenta de que ninguna de las zonas de construcción y problemas de tráfico en la carretera pueden afectarte si estás en un avión volando a tu destino. Es la gran alegría de comprender que antes de un nacimiento humano, o cualquiera de los capítulos y episodios de la historia que llamamos nuestra vida, Dios estaba allí primero y nos está sosteniendo a todos, individual y colectivamente, por ser el reflejo precioso, inmortal y perfecto de Su propia infinitud y gloria.
Cristo Jesús instó repetidamente a sus seguidores a ser conscientes de que el reino de los cielos está cerca y dentro de nosotros. Él demostraba constantemente que la armonía está siempre presente porque es la ley misma de la presencia permanente de Dios. Ciencia y Salud define el cielo de esta manera: “Armonía; el reino del Espíritu; gobierno por el Principio divino; espiritualidad; felicidad; la atmósfera del Alma” (pág. 587).
Tener nuestros nombres escritos en el cielo implica que Dios, la Mente, conoce específicamente nuestro verdadero nombre y naturaleza. Cada uno de nosotros es una manifestación única de la individualidad infinita del Alma, Dios. Qué precioso es sentir que nadie puede ocupar nuestro lugar, que nadie se queda fuera y que cada uno de nosotros es vital como expresión infinita de la plenitud de Dios. No somos personalidades comparativas con fortalezas y debilidades humanas, sino la imagen espiritual de Dios que incluye cada uno de Sus atributos dispuestos de una manera única.
Finalmente, tener nuestros nombres escritos en el cielo implica que esto es lo que se transcribe o registra; es nuestro registro permanente. No estamos atrapados en un drama mortal sujeto al azar y las circunstancias, a la espera de nuestra porción de un poco de felicidad y bien, con la muerte como el final de nuestra historia. ¡No! Somos un ser preexistente, coexistente y eterno como expresión de Dios, lo que significa que tenemos continuidad antes, durante y después de lo que parece ser nuestra vida cotidiana.
Entonces, la importancia de la curación es mucho más que hacer retroceder un episodio de enfermedad. Es una vislumbre de la continuidad de nuestra existencia eterna en la Vida, Dios. Qué bueno es saber que la vida no consiste en vencer algunas adversidades mortales solo para ser encadenados por otras. En cada momento de resistencia a la tentación de creer en la presencia o el poder de la enfermedad o el mal de cualquier tipo y verlo disolverse en la nada, estamos viendo la continuidad inmutable de la Vida, donde moramos eternamente con Dios. ¡Y eso es progreso, propósito y motivo de regocijo verdaderos!
