Hace unos años, me encontré con el término aporofobia en los estudios sobre la situación mundial y la de los inmigrantes en particular. En busca de una vida más digna, algunos migrantes abandonan sus países escapando en lanchas o escondiéndose en camiones. Después de superar muchas dificultades y las condiciones miserables que a menudo presenta el viaje, puede que encuentren aporofobia cuando llegan a su destino.
En esencia, la aporofobia es un sentimiento de miedo y una actitud de rechazo hacia los pobres; una actitud que puede llegar a estar llena de odio y ser hostil. Acuñada por primera vez en la década de 1990, la aporofobia como concepto existe desde hace mucho más tiempo. Por ejemplo, en el Antiguo Testamento de la Biblia encontramos estas declaraciones: “Con arrogancia el malo persigue al pobre” (Salmo 10:2), y “A los pobres hasta sus vecinos los desprecian” (Proverbios 14:20, NTV).
¿Cómo consideramos a este supuesto “otro”? ¿Lo vemos como Dios lo ve, o lo vemos con etiquetas y limitaciones de todo tipo? Cuando se contempla desde el punto de vista mortal, el “otro” es considerado como una amenaza o como deplorable. Pero ninguno de aquellos que se ven a sí mismos como pobres y limitados, ni quienes los temen, ven con claridad o verdaderamente. El verdadero individuo de la creación de Dios es bueno y glorioso, dotado de dominio, no sujeción.
Mary Baker Eddy, la Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana, escribió: “La idea verdadera del hombre, como el reflejo del Dios invisible, es tan incomprensible para los sentidos limitados como lo es el Principio infinito del hombre. El universo visible y el hombre material no son sino las pobres falsificaciones del universo invisible y del hombre espiritual” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 337). Ahora, más que nunca, debemos protestar contra esta visión falsa y material, y ver por encima de la niebla hacia la Verdad infinita y las posibilidades del hombre, el hijo amado de Dios, que es inocente, puro y completo.
Muchas veces he tomado la Biblia y leído de los Evangelios, donde aprendemos que Jesús a menudo pasaba el tiempo con los más necesitados, porque fue enviado a las ovejas perdidas para ofrecer un mensaje de bendición (véase Mateo 15:24). Jesús entendía que toda la creación de Dios era buena “en gran manera”, como se afirma en Génesis 1:31, y sabía que nadie está fuera de esta bondad que bendice a todos por igual.
El himno 224 del Himnario de la Ciencia Cristiana nos recuerda:
El que mi cielo aseguró
mi bien proveerá;
si Cristo es rico,
pobre yo no puedo ser jamás.
(John Ryland, Himnario de la Ciencia Cristiana, N.° 224, adapt. © CSBD)
Esta riqueza celestial se derrama sobre cada uno de nosotros, al brindar oportunidades, nuevas ideas, una creativa forma de pensar y mostrándonos el lugar especial que nuestro Padre-Madre nos ha dado a todos nosotros. Todos somos miembros de la misma familia, sin exclusiones. Y cada individuo contribuye de una manera original y necesaria, y así se enriquecen mutuamente.
En mi trabajo tuve la oportunidad de relacionarme con familias de inmigrantes que buscaban una escuela para sus hijos pequeños. Siempre lo pensé como una oportunidad para el enriquecimiento mutuo y el aprendizaje. En varias ocasiones, la sonrisa de los padres, al saber que había un lugar donde sus hijos iban a ser recibidos amablemente y serían bien educados, me mostró que todos desean el bien para sus hijos y realmente para todos los miembros de la familia de Dios. Esto es natural, en contraste con la tendencia antinatural a discriminar.
La Sra. Eddy nos da una hoja de ruta para abordar este tema de una manera clara y sanadora: “Nuestro Padre celestial jamás destinó a los mortales que buscan un país mejor, a vagar por las riberas del tiempo como viajeros desilusionados, llevados de un lado a otro por circunstancias adversas, inevitablemente sujetos al pecado, la enfermedad y la muerte. El Amor divino aguarda por la humanidad e intercede para salvarla —y aguarda con autoridad y bienvenida, con gracia y gloria, a los agobiados y cansados del mundo que encuentran el camino al cielo y lo señalan” (Mensaje a La Iglesia Madre para 1902, pág. 11). ¡Esta es una promesa para todas las personas!