Tiempo atrás, la autora estaba en la cubierta de un barco en las tempranas horas de la mañana. Las estrellas parecían como suspendidas en el cielo tropical, mientras que en el horizonte un faro emitía su saludo de bienvenida. Nos estábamos acercando a tierra. Entonces empezó a amanecer, muy gradualmente, hasta que el cielo resplandeció de gloria.
Para la autora, ese amanecer simbolizó la actividad del Cristo. Ante él, desapareció la oscuridad. Mientras observaba, se estremeció ante la magnitud de lo que estaba ocurriendo. Nada podía detener el amanecer porque estaba impulsado por el poder que gobierna el universo, un poder que el mundo no puede tocar.
Pensó: “Aunque toda la humanidad —todo hombre, mujer y niño de todas las razas y credos— se aliara para impedir este amanecer, y todos los inventos diabólicos de la fuerza física y de las armas nucleares, del odio humano y del control mesmérico, se lanzaran contra él, ni siquiera lo tocarían, mucho menos podrían detenerlo, porque el poder que gobierna el universo es Dios”.
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