Todo lo que el hombre ve, siente, o que de alguna manera percibe, tiene que ser captado por la mente; puesto que la percepción, la sensación y la consciencia pertenecen a la mente y no a la materia. Dejándonos llevar por la corriente popular del pensamiento mortal sin poner en duda la autenticidad de sus conclusiones, hacemos lo que otros hacen, creemos lo que otros creen, y decimos lo que otros dicen. El consentimiento común es contagioso, y hace contagiosa la enfermedad.
La gente cree en enfermedades infecciosas y contagiosas, y que cualquiera está propenso a contraerlas al mediar ciertas causas predisponentes y ocasionales. Este estado mental lo prepara a uno para contraer cualquier enfermedad cada vez que se presenten las circunstancias que uno cree que la producen. Si uno creyera con igual sinceridad que la salud es contagiosa cuando se está en contacto con personas sanas, se contagiaría del estado de ellas tan positivamente y con mejor resultado que cuando se contagia del estado del hombre enfermo.
Si tan solo la gente creyera que el bien es más contagioso que el mal, puesto que Dios es omnipresencia, cuánto más seguro sería el éxito del médico, y la conversión de pecadores por el clérigo. Y si tan solo el púlpito alentara la fe en Dios en este sentido, y la fe en la Mente por sobre toda otra influencia que gobierna la receptividad del cuerpo, la teología enseñaría al hombre como enseñó David: “Porque has puesto a Jehová, que es mi esperanza, al Altísimo por tu habitación, no te sobrevendrá mal, ni plaga tocará tu morada”.
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