A pesar de todo mi esfuerzo, sentía que era un fracaso. No estaba acostumbrada a sentirme así.
Esto ocurrió hace varios años, cuando enseñaba en una escuela muy dinámica, cuyo propósito era capacitar a los estudiantes de bajo rendimiento a reducir la brecha en sus logros académicos. Trabajaba 12 horas todos los días en la escuela, y dedicaba tiempo para mi trabajo también los fines de semana. Daba todo lo que podía en mi función como maestra principal, y me daba vergüenza admitir que, trabajar en una escuela donde había alumnos de jardín de infantes hasta octavo grado, pudiera ser tan agotador. Me sentía constantemente abrumada, como si fuera el miembro más débil de la comunidad escolar.
Después de 19 días de enseñar, me llamaron para tener una reunión con el director de la escuela y el director de planes de estudio, quienes me dijeron que yo no estaba a la altura de las expectativas de un educador en esa escuela. Entonces me dieron dos opciones. La primera fue que me darían tres semanas para que cambiara mi forma de hacer las cosas en el aula. Si lo lograba, podría continuar en mi puesto. Si no lo lograba, perdería mi empleo. La segunda opción era que dejara ese puesto y tuviera una función de apoyo como maestra asistente.
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