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Separarse del error, no aislarse de los demás

De El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Publicado en línea - 23 de abril de 2020


Llevar la vida de un cristiano entusiasma y atrae a aquellos que quieren comprender mejor a Dios y tener la experiencia de vida más plena y más feliz que esto trae.

Pero ¿por dónde comenzar? ¿Dónde podemos encontrar pautas que nos indiquen el camino, establezcan las exigencias, obligaciones y recompensas de esta línea de conducta? En la Biblia, especialmente en el gran ejemplo de Jesús de Nazaret, quien demostró para todos los tiempos al Cristo profetizado.

Según se relata, Cristo Jesús dijo: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6). El deseo sincero de seguir sus enseñanzas es bendecido por Dios, quien las inspiró.

Hoy en día, los escritos de Mary Baker Eddy, la Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana, están disponibles para guiar a la gente en su estudio de la Biblia, y explicarles su importancia espiritual. En su libro Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, ella aconseja: “Hay un único camino que conduce al cielo, la armonía, y el Cristo en la Ciencia divina nos muestra este camino. Es no conocer otra realidad —no tener otra consciencia de la vida— que el bien, Dios y Su reflejo, y elevarse sobre los así llamados dolores y placeres de los sentidos” (pág. 242). 

Desde sus comienzos mismos, la religión cristiana ha instado a sus seguidores a separarse del materialismo, del afán por la riqueza misma, de la sensualidad y de la lealtad a dioses falsos. San Pablo los exhortó diciendo: “No se asocien íntimamente con los que son incrédulos. ¿Cómo puede la justicia asociarse con la maldad? ¿Cómo puede la luz vivir con las tinieblas? …Por lo tanto, salgan de entre los incrédulos y apártense de ellos, dice el Señor. No toquen sus cosas inmundas, y yo los recibiré a ustedes” (2 Corintios 6:14, 17, NTV).

¿Qué nos exige realmente esta exhortación? Que expresemos activamente las puras y bellas cualidades de Dios. Que dejemos que nuestra luz resplandezca.

Apartarse con arrogancia de las actividades humanas normales no es la forma de dejar que nuestra luz resplandezca. Si la luz de la espiritualidad ha de verse, no se la debe ocultar en un mundo irreal de satisfacción propia. En vez de irradiar luz, esa actitud mental la oscurece, pues deja entrar las fuerzas del mal que están siempre luchando por eclipsar la espiritualización del pensamiento. Cuando nos esforzamos por vivir a la altura de un ideal elevado, quizá sea fácil creernos más merecedores que los que nos rodean. No obstante, el pecado de creer que el bien nos pertenece a nosotros personalmente muy pronto debilitará nuestra luz, oscurecerá nuestra visión.

Cada persona es en verdad el hijo de Dios, el bien, cualquiera sea el cuadro que presente la mente mortal. Esta supuesta mente representa falsamente a los mortales del mundo absortos en la materialidad; y es justamente de esta postura mental de la cual debemos separarnos si queremos expresar al Cristo, la Verdad, en todo lo que hacemos. No obstante, tener el pensamiento espiritualizado no debe confundirse con una actitud altanera. Nuestras palabras y obras son la expresión natural del estilo de vida que hemos elegido, y esto es algo que deben reconocer especialmente aquellos cuyas percepciones y normas de conducta difieren de las nuestras.

En su primer discurso en La Iglesia Madre, la Sra. Eddy le dijo a la congregación: “Amados niños, el mundo os necesita —y más como niños que como hombres y mujeres: necesita de vuestra inocencia, desinterés, afecto sincero y vida sin mácula. También vosotros tenéis necesidad de vigilar, y orar para que preservéis estas virtudes sin mancha, y no las perdáis en el contacto con el mundo. ¡Qué ambición más grandiosa puede haber que la de mantener en vosotros lo que Jesús amó, y saber que vuestro ejemplo, más que vuestras palabras, da forma a la moral de la humanidad!” (Escritos Misceláneos, pág. 110).

Cuando enfrentó el horroroso calvario de la crucifixión debido a su demostración del Cristo, el Maestro encomendó sus discípulos a Dios con estas palabras: “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal” (Juan 17:15).

¿Está la exhortación de San Pablo de salir de entre ellos y apartarse en conflicto con la oración de Jesús? ¡Por supuesto que no! Jesús, al reflejar el amor de Dios por todos Sus hijos, anhelaba que el evangelio llegara a las personas en todas partes para que el reino de los cielos se estableciera en la tierra. Solo si sus discípulos vivían la verdad en su vida diaria la gente podría vislumbrar el poder glorioso de la Verdad para sacarlos del pecado y del pantano de la materialidad. Pablo, quien fue divinamente comisionado por medio de una visión del Cristo (véase Hechos capítulo 9) para que llevara el evangelio al mundo conocido de aquel entonces, percibió que para cumplir con su mandato él debía estar en el mundo, pero no ser parte de él, y que la claridad de la luz que sus compañeros cristianos reflejaban sería oscurecida si aceptaban las costumbres paganas de la gente que los rodeaba. El cristiano solo podía cumplir su misión si mantenía su pensamiento y sus acciones incontaminadas al someterse de alguna manera a las normas más bajas.

Por estar consciente de la totalidad y la omnipresencia de Dios, Jesús demostró la evidencia del hombre espiritual y perfecto, especialmente durante la intensa actividad sanadora de sus tres años de ministerio. En ocasiones, él veía la necesidad —tanto de él mismo como de sus seguidores— de apartarse de los tumultuosos recorridos diarios, para tener períodos de renovación espiritual y oración. Cuando los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús después de un tiempo de prédica y curación, él les dio la afectuosa instrucción: “Vayamos solos a un lugar tranquilo para descansar un rato” (Marcos 6:31, NTV). En otra oportunidad, cuando sus discípulos le preguntaron por qué no habían podido ellos sanar a un niño epiléptico, Jesús les explicó que había sido por su falta de fe, y dijo: “Este género no sale sino con oración y ayuno” (Mateo 17:21).

Apartarnos a un “lugar desierto” y luego ayunar — rechazar la creencia de que hay vida e inteligencia en la materia y la supuesta capacidad de la materia para sostener y controlar al hombre— es la separación que a menudo necesitamos. Dichos períodos de renovación nos preparan para regresar a la multitud con revitalizada inspiración y vivir nuestra fe con valentía, esforzándonos firmemente por lograr la pureza de corazón que nos capacita para ver a Dios.

En su trabajo de organizar La Primera Iglesia de Cristo, Científico, en Boston, Massachusetts, nuestra Guía, la Sra. Eddy, con mucho amor proporcionó un lugar “apartado” al requerir que cada filial de la Iglesia de Cristo, Científico, debe mantener una Sala de Lectura de la Ciencia Cristiana para su localidad (véase Manual de La Iglesia Madre, Art. XXI, Sec. 1). Consuelo e inspiración esperan allí a aquellos que se apartan del ajetreo de la vida diaria para estudiar con tranquilidad la Biblia y la literatura de la Ciencia Cristiana.

Los estudiantes de la Ciencia Cristiana conocen esta estipulación, pero, con frecuencia, el público en general no tiene conocimiento de ella; no conocen la bienvenida que les espera. Los Científicos Cristianos pueden ayudar a superar este desconocimiento haciendo que la gente vea que ellos mismos usan la Sala de Lectura e invitando a sus compañeros de trabajo y a sus vecinos a hacerlo. Allí cada persona puede sentir de inmediato su proximidad con el único Padre-Madre Dios, el Amor divino, cumpliendo así la exhortación de Pablo: “salgan de entre los incrédulos y apártense de ellos”.  

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