En mi corazón siempre sentí que me convertiría en madre. Nunca estuve ansiosa por esto. Tres años después de nuestro casamiento, mi esposo y yo comenzamos a hablar seriamente sobre tener un hijo. Pronto, quedé embarazada. Estábamos muy felices, pero lamentablemente, hubo un aborto espontáneo. Lo que siguió fue un tiempo consagrado en el que escuché a Dios en mis anhelantes oraciones más estrechamente que nunca.
Mi esposo era resiliente y un fuerte apoyo para mí. Sentía que debíamos intentarlo de nuevo. No obstante, yo no estaba tan segura. A medida que pensaba más en ello, descubrí que tenía miedo de pasar por el proceso de nacimiento. También me preguntaba si habíamos esperado demasiado tiempo para tener un bebé. Mi esposo y yo estábamos abiertos a convertirnos en padres adoptivos, así que pensé que tal vez eso sería una posibilidad. Todos estos pensamientos giraban en mi cabeza como un carrusel. Era mentalmente agotador, por decir lo menos. Finalmente dejé de delinear lo que podría suceder, porque quería poner todo en manos de Dios. Quería sentirme guiada por el Padre divino de todos nosotros.
Aunque no estaba completamente segura de cómo nos convertiríamos en padres, comencé a aferrarme firmemente a esta declaración (en la que la Mente es un sinónimo de Dios) del libro de Mary Baker Eddy Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “Las ideas infinitas de la Mente corren y se deleitan” (pág. 514). Una definición de deleitarse es “moverse a la ligera y sin restricciones” (Noah Webster, American Dictionary of the English Language, 1828). Pensé en cada idea, en cada identidad, moviéndose libremente por el universo espiritual. Dejé de pensar tanto en tener un bebé y comencé a centrarme más en ser parte de la gran circulación de estas ideas encantadoras, amorosas y útiles. Comencé a buscar formas prácticas de aplicar este concepto en mi experiencia.
Tenía una querida amiga, madre de tres niños, cuya hija necesitaba un violín. Yo tenía un violín, el que había tocado cuando tenía la edad de su hija. Había pensado que algún día se lo pasaría a mi propio hijo. Pero en mis oraciones, sentí que Dios estaba diciendo: “Dale el violín a esta querida niña, hija Mía”. Fui obediente y sentí una repentina alegría y ligereza de corazón. Toda la familia de mi amiga estaba contenta, y yo feliz; lo que es más importante, estaba empezando a verme a mí misma como parte de la gran circulación de ideas de Dios. ¡Esto fue una revelación para mí!
Más tarde, una familia cercana a mí estaba trayendo a su bebé recién nacido a casa por primera vez y me invitó a ser parte de esta celebración. Inicialmente me conmocionó el corazón porque este bebé había nacido casi al mismo tiempo en que hubiera nacido el mío. Sabía que necesitaba superar esta emoción negativa, rechazarla con amor genuino y desinteresado, y abrazar más plenamente el hecho espiritual de que el bien circula perpetuamente para todos los hijos de Dios.
Cuando mi corazón estuvo listo, fui a la casa de esta familia. Por supuesto, no sentí otra cosa más que pura alegría cuando sostuve al bebé. Fue un día muy especial. Me regocijé por mi amiga, y más tarde en la semana descubrí que estaba embarazada.
El año anterior, había estado orando para quitar mis propios deseos del camino y hacer espacio para que Dios estuviera a cargo de la crianza y provisión amorosa de Sus hijos. Sabía que al profundizar más esto, podría enfrentar el nacimiento sin miedo. ¡Podía sentir que Dios cuidaba de mi como Padre! Con la constante ayuda de un practicista de la Ciencia Cristiana, así como más oración y un profundo estudio de la Ciencia Cristiana, vencí todo temor y experimenté un nacimiento armonioso.
La Ciencia Cristiana me ha elevado una y otra vez muy por encima de mi propio anhelo humano a un lugar donde soy simplemente un testigo activo de lo que nuestro divino Padre está haciendo. Estoy eternamente agradecida por Cristo Jesús, el Mostrador del camino, que nos mostró cómo vivir desde la perspectiva del amor desinteresado. También estoy agradecida por Mary Baker Eddy, quien iluminó este camino tan claramente a través de su descubrimiento y articulación de la Ciencia Cristiana, don que continuamente trae curación y felicidad a mi vida.
En estos días me deleito en las formas en que mi hija de cinco años me habla de su divino Padre. Ella percibe algo de que cada uno de nosotros refleja la naturaleza infinita de Dios. Por ejemplo, recientemente me dijo: “Mamá, no hay un comienzo o un final para ti”. Creo que eso lo dice todo.
