Una mañana, al bajar los escalones de mi casa, de repente sentí un fuerte pellizco en el brazo. Lo rocé con la otra mano y alcancé a vislumbrar una abeja que se alejaba volando. No miré la picadura, para evitar grabar en mi mente una imagen de los síntomas comúnmente asociados con las picaduras de abejas, pero estaba comenzando a palpitar y se sentía como si se estuviera hinchando y probablemente poniéndose roja.
Me subí al auto y oré diligentemente durante los treinta minutos que estuve conduciendo al trabajo. Cuando estacioné el auto y recordé lo que había inspirado mi oración específica esa mañana, miré mi brazo. No había protuberancia, enrojecimiento o hinchazón, y no sentí dolor. Fue una curación completa.
Inmediatamente tomé nota de cómo había orado. Mi oración había comenzado, como había aprendido a hacer en la Ciencia Cristiana, con Dios. Declaré la omnipotencia, la integridad y la bondad de Dios, y afirmé que, por ser hijo de Dios, solo podía expresar y experimentar Sus cualidades. Cualquier cosa desemejante a Dios, como el dolor, la desfiguración, el resentimiento o la frustración, es falsa porque no tiene lugar en la totalidad y la bondad de Dios.