Era casi la hora de la cena en mi comunidad de convivencia. Mi hijo había venido a visitarme desde otro estado. Aunque era una noche fría, algunos de nosotros planeábamos comer en una mesa en el patio, así que decidí ir a mi condominio a buscar un abrigo. Al no ver la pierna extendida de uno de nuestros miembros, que estaba arrodillado en el suelo para revisar el calentador de propano, tropecé con su pie. Cuando caí al suelo, me raspé la cabeza con un borde afilado de hormigón.
Uno de mis vecinos gritó: “¡Dios mío!”, y yo respondí: “¡No digas eso!”, mientras me levantaba. Mi hijo me acompañó a mi condominio, que estaba a unos pasos de distancia. Le aseguré que estaba bien y que solo quería revisarme la cabeza y la pierna por si había sangre. No la había, y mis vecinos se sorprendieron y estaban encantados de ver que yo estaba bien.
Mi hijo comentó que había habido otras ocasiones a lo largo de los años en las que me había visto caer y recuperarme de inmediato. Durante esta experiencia, solo podía pensar en que no me había caído y que era “íntegra, pura y libre”. Esa frase es parte de esta declaración de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, escrito por Mary Baker Eddy: “Por medio del discernimiento del opuesto espiritual de la materialidad, o sea, el camino mediante Cristo, la Verdad, el hombre reabrirá con la llave de la Ciencia divina las puertas del Paraíso que las creencias humanas han cerrado y descubrirá que él no ha caído, que es íntegro, puro y libre, que no necesita consultar almanaques sobre las probabilidades de su vida o del tiempo, que no necesita estudiar cerebrología para saber hasta qué punto es hombre” (pág. 171).