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Lecciones que se aprenden de los árboles

Del número de enero de 1948 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Cierto domingo por la mañana, pocos días antes de las fiestas de Navidad, una maestra de una escuela dominical de la Christian Science observó que las pequeñas niñas que integraban su clase estaban muy inquietas. Tratando de tranquilizarlas, las puso a leer algunos pasajes de la Lección Bíblica, pero notó que ellas carecían del interés y la espontaneidad que solían expresar. Por un momento la maestra se sintió desanimada por parecerle que no acertaría a dominar la situación. De manera que mientras las niñas leían en alta voz los pasajes de la Biblia y del libro de texto, "Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras", por Mary Baker Eddy, la maestra elevó los pensamientos a Dios, pidiéndole con humildad que la guiara y que le descubriera el error que estaba tratando de frustrar los propósitos del bien. En ese momento le vinieron las siguientes bien conocidas palabras de Jesús: "Porque donde dos o tres se hallan reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mateo, 18:20).

Dentro de breves instantes una de las niñitas de la clase cerró su Biblia con cierto aire de resolución y dirigiéndose a la maestra con mucha calma, le dijo lo siguiente: "Antes que usted llegara, estábamos hablando de los árboles de Navidad. ¿Nos permitiría usted que dejemos de leer la Lección y que sigamos hablando sobre los árboles de Navidad?"

A pesar de la sorpresa que le ocasionó esta pregunta tan desconcertadora, la maestra no demostró desagrado alguno. Al contrario, se sonrió. ¡De modo que éste era el error oculto que había tratado de desorganizar su clase! Ella había orado para que le fuese descubierto el error, y ahora le correspondía destruirlo, cosa que no le sería difícil, puesto que ya había reconocido que el Cristo, la Verdad, estaba "en medio de ellos".

Sin embargo, esta buena maestra no se dió completa cuenta de lo artificioso que era el error, hasta que le vino la tentación de pensar sobre lo agradable que sería ver sus caritas iluminarse con alegría si ella se decidiera contarles a sus pequeñas discípulas la leyenda de cómo apareció el primer árbol de Navidad. Pero al instante descartó por falso este pensamiento, pues ella bien conocía el reglamento referente a la enseñanza en la escuela dominical, según fué establecido por nuestra venerada Guía en el Manual de La Iglesia Madre (Art. XX, Sec. 2), el que dice: "A los niños de la escuela dominical se les habrá de enseñar las Escrituras. Se les instruirá de acuerdo con el grado de su entendimiento, o sea, su capacidad para comprender el significado más sencillo del Principio divino que se les enseña."

Estas niñitas habían venido a la clase para obtener un mejor entendimiento de Dios, y el deseo más ferviente de la maestra era que este objetivo se cumpliera. Oró pues para que esta hora de clase no solamente fuese interesante sino también fructífera. Meditándola un rato, se puso a repetir esta palabra "fructífera" que le había venido al pensamiento, y luego la palabra "árboles", por tratarse del tema que tanto parecía interesar a su clase. "¡Es claro!" exclamó ella, "¡árboles fructíferos! ¡Estas dos palabras van juntas!" Luego, inspirada por un pensamiento angelical, se dirigió a la página del Trimestral donde aparecía la lectura alternativa de esa semana, y leyó en alta voz las siguientes palabras de Jesús: "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: el que mora en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto" (Juan, 15:5). La maestra había leído estas palabras repetidas veces durante la semana, pero sólo en este momento empezaron a dar "mucho fruto".

Muy agradecida y poniendo toda su confianza en la dirección divina, se dedicó gozosamente a la tarea de volver los pensamientos de las niñas hacia el significado espiritual de los árboles, prescindiendo del material.

Primeramente hablaron de las muchas cualidades que pueden simbolizar los árboles. Una de ellas mencionó el vigoroso roble como símbolo de firmeza de carácter y confiabilidad; otra, el sauce llorón, cuyas ramas se inclinan suavemente hacia la tierra, como representando la ternura, la benignidad y la calma; otra más, el pino gigantesco del oeste de los Estados Unidos, cuya sombra y abrigo sugieren los brazos extendidos de Dios, que protegen a los Suyos. Tampoco olvidaron los frutales, cuya florescencia en tiempos de primavera trae color y belleza a la tierra, simbolizando la hermosura y la bondad de la naturaleza de Dios. Recordaron asimismo que después de las flores vienen los frutos, los que significan provisión y sustento.

Satisfecha de que tanto ella como sus pequeñas discípulas estaban alcanzando una mejor comprensión de las verdades del ser, la maestra prosiguió de la siguiente manera: "Pues bien, empecemos por el principio. Hagamos nuestro propio árbol de Navidad. Primero veamos mentalmente el tronco de un árbol, simbolizando a Cristo, la Verdad. Después pongamos las ramas, o sarmientos. Recordemos que Jesús dijo: 'Vosotros [sois] los sarmientos'". Luego les preguntó si sabían lo que significaban los sarmientos a que se había referido Jesús. Las discípulas se pusieron a pensar unos momentos con gran seriedad y al poco rato contestaron, sin indecisión alguna: "Los sarmientos serán las ideas espirituales de Dios."

Preguntóles entonces la maestra si creían que las naciones del mundo tenían hoy en día necesidad de ser sanadas.

"¡Oh sí!" le contestaron prontamente.

Con esto se les llamó la atención a la página 406 del libro de texto, donde Mrs. Eddy cita las siguientes palabras de la Biblia: "'Las hojas del árbol son para la sanidad de las naciones'", agregando: "Tanto el pecado como la enfermedad se curan por el mismo Principio. El árbol es típico del Principio divino del hombre, y este Principio es capaz de hacer frente a toda eventualidad, ofreciendo salvación plena del pecado, la enfermedad y la muerte."

El interés de toda la clase y su plena cooperación se vieron colmados cuando la maestra les hizo la siguiente pregunta: "Y para representar las hojas del árbol, ¿cuáles serían las cualidades de Dios que pondríamos?"

Sus caritas resplandecieron con alegría mientras cada una de ellas propuso una cualidad espiritual pertenenciente al Principio divino que es "capaz de hacer frente a toda eventualidad". Sin vacilación, nombraron las siguientes hojas sanadoras: el amor, la bondad, la obediencia, la fe, la veracidad, la dulzura, la calma, la felicidad, la salud, la seguridad, la pureza, la consideración. Muchas de estas virtudes las habían aprendido a apreciar mediante su continuo repaso del Sermón de la Montaña.

Con mucha humildad, la maestra entonces les preguntó: "¿Cuál de los árboles tiene más valor, el pino ornamental, que se exhibe el día de Navidad y luego se desarma y es pronto olvidado, o 'el árbol de la vida', cuyas hojas sanadoras son para el disfrute de todo el mundo?" Nunca olvidará la maestra el entusiasmo y la alegría que resonaban en sus vocecitas, cuando todas contestaron a una: "¡El árbol de la vida!"

Sus caras se pusieron muy serias y se mostraron muy atentas cuando la maestra les expuso que el árbol que Dios siembra es eternamente bueno y perfecto, y que aquellos que no aportaban el fruto de las cualidades divinas eran como el árbol a que se refirió Jesús cuando dijo: "Todo árbol que no lleva buen fruto es cortado y echado en el fuego" (Mateo, 7:19).

Explicóles asimismo que a medida que el hombre refleja y utiliza las cualidades espirituales que Dios le ha conferido de una manera tan abundante, su concepto del "árbol de la vida" se va ensanchando y mejorando. Era así como se evitaban las hojas secas y marchitadas de la irrealidad, como ser la envidia, los celos, la desobediencia, la dureza, la enfermedad, y se veían retoñar con matices verdinales las bellas hojas sanadoras del amor, la tolerancia, la compasión y la paciencia. Manifestóles también que estas cualidades eran fáciles de comprensión y que en efecto se podía sentir su presencia sanadora según se iban expresando. ¡Qué grato resultaba pensar que estas cualidades nunca disminuirían con el uso, que no se limitaban a ninguna sola persona, lugar o cosa, y que jamás podían ser destruídas o perdidas!

Al toque de las campanas dando por terminada la sesión, nuestro grupo de niñitas había aprendido una buena lección acerca de los árboles, y grande fué la recompensa que recibió la maestra por ser obediente a las disposiciones del Manual de La Iglesia, cuando observó las caritas radiantes y satisfechas de sus pequeñas discípulas. Ciertamente, el "árbol de la vida" les había alimentado.

Las siguientes palabras del profeta Isaías tienen aplicación para todos los niños que asisten a las escuelas dominicales (Isa., 61:3): "Para que sean llamados árboles de justicia, plantados por Jehová mismo, para que él sea glorificado." En la página 202 de su obra The First Church of Christ, Scientist, and Miscellany, nuestra venerada Guía ha escrito las siguientes palabras, repletas de sabiduría y amor, que encierran la bien conocida bendición del Maestro: "'En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto'. Dios bendiga esta viña plantada por El."

Si aquellas personas aptas para dar clases en las escuelas dominicales de la Christian Science supiesen la alegría y la satisfacción que experimentan aquellos que prestan este servicio, cuando les viniese la llamada de plantar en la viña del Padre, responderían a ella sin vacilar.

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