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"¡Oh varón, muy amado!"

Del número de abril de 1948 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Cuando el profeta Daniel se encontraba postrado por la desesperación, la Biblia nos cuenta que le vino un ángel con el siguiente mensaje (Daniel, 10:19): "¡No temas, oh varón muy amado! ¡paz sea contigo! sé fuerte, sí, sé fuerte!" Hoy en día el Cristo, la Verdad, tal como se ha revelado en la Christian Science, le trae el mismo mensaje a un mundo perplejo y rendido por la guerra.

Daniel pertenecía a la tribu de Judá, la que había sido llevada cautiva a Babilonia. El mundo de esos tiempos se hallaba muy agitado; los cautiverios se sucedían uno tras otro. En ningún lado había seguridad ni paz. En medio de todo ello, la figura de Daniel se levantaba como un símbolo de fortaleza. Su fiel obediencia a Dios le convirtió en modelo de justicia y sabiduría. Merced a esta obediencia, halló favor con sus amos y llegó a ocupar un puesto de mando en el país. Vió como el poder de Dios salvó a sus tres amigos del horno ardiendo en fuego; y él mismo fué salvado de los leones. Percibió, además, como fueron confutados los magos, comprobando que el error no tenía poder. Sin embargo, llegó el día en que por poco se dejó llevar por sugestiones de descorazonamiento, cansancio, soledad y desasosiego. Ayunó durante tres semanas y por fin cayó dormido con el rostro en tierra. Ni un solo rayo de luz parecía penetrar en aquel sueño del error. Pero en ese momento le despertó un ángel. Leemos que se puso de rodillas y que luego se levantó, habiendo percibido en toda su plentitud el significado de aquellas palabras tan alentadoras: "¡No temas, oh varón muy amado! ¡paz sea contigo! ¡sé fuerte; sí, sé fuerte!"

Este cuadro bíblico antiguo no se aparta mucho del cuadro turbulento de los tiempos actuales. El adagio que dice que la historia se repite es verdad evidente, cuando se entiende que la historia de la humanidad no es más que un relato de los sueños de la mente mortal, sus propias imágenes oscuras, que no existen sino en aquella mente, así llamada, que por su misma naturaleza finita no puede hacer más que repetirse.

En su obra titulada Miscellaneous Writings (pág. 81), Mary Baker Eddy contesta una pregunta de la siguiente manera: "A cada persona algún día le llegará el momento, tal como a Juan Bautista, de clamar en el desierto de los goces terrenales; y su voz será escuchada por la divinidad y la humanidad. En la desolación del entendimiento humano, el Amor divino escucha la llamada humana pidiendo ayuda, y la atiende; y la voz de la Verdad anuncia las realidades divinas del ser, que libran a los mortales de las profundidades de la ignorancia y el vicio."

La Christian Science es en verdad el Consolador, que viene a todo hombre con ese mensaje tan compasivo y tranquilizador: "¡Oh varón muy amado!"—levantándole del abismo de la desesperación. Y conforme se levanta, le viene un sentido iluminado de la presencia de Dios, de la cual jamás se puede separar, que le acompaña por todas partes, resguardando, protegiendo, amparando y dirigiéndole,—aquella presencia tan sagrada, tan amplia y tan maravillosa que para el sentido humano parece trascendental, puesto que trasciende más allá de aquello que es concebible por la mente humana no iluminada. Esta revelación viene acompañada de paz y de profunda alegría. Nos trae asimismo sabiduría, presciencia, discernimiento y la seguridad de que todos nos encontramos en la sagrada presencia del Amor. He aquí el bálsamo y la curación; la satisfacción y el descanso, serenos y completos. Es en tales momentos que le viene a uno la tentación de decir: "Con esto me basta. Sé que Dios está conmigo y Le siento muy cercano." Pero aquí no nos podemos detener.

En su obra titulada Unity of Good (pág. 4), Mrs. Eddy escribe lo siguiente: "Alcanzar una conciencia temporal de la ley de Dios, es sentir, de cierta manera finita y humana, que Dios se nos acerca y que se compadece de nosotros; pero cuando, por medio de la Ciencia de Dios, llegamos a entender Su presencia, todo sentido de imperfección—o de Su ausencia—queda destruído, mediante un sentido más divino que nos asegura que en verdad no hay otra conciencia que la que es Dios."

No hay satisfacción duradera en un concepto humano de la Christian Science—"una conciencia temporal de la ley de Dios." El concepto, o la posición, que no se apoye en la Ciencia absoluta o inmutable, pronto se pierde. La Ciencia exige el entendimiento. Nada menos que el entendimiento puede expresar la vitalidad y potencia de la Mente divina. La Ciencia no tolera ni la satisfacción de los sentidos ni la apatía. Jamás excusa la superficialidad. El estudiante sincero siempre está buscando, y al buscar con diligencia, acude a sus libros de texto, estudiando y meditando su contenido. Luego un ángel le hace levantar y se pone de pie, pues se da cuenta de que en realidad el hombre no solamente existe en la presencia de Dios, sino que es la misma expresión y prueba de la presencia de Dios. Dios es el YO SOY, el Ego único y eterno, manifestándose a Sí mismo en la gloria y la integridad de la individualidad espiritual.

Este es el momento en que la verdadera identidad del hombre aparece con mayor lucidez. El sentido humano interpreta este esclarecimiento en términos de un mortal que progresa hacia el Espíritu, mientras que en realidad lo que pasa es que a medida que el sentido finito y mortal desaparece, lo divino, lo espiritual y lo real aparece como la única realidad y substancia del ser.

En el libro de texto de la Christian Science, "Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras" (pág. 302), Mrs. Eddy dice lo siguiente: "El cuerpo y la mente materiales son temporales, pero el hombre real es espiritual y eterno. La identidad del hombre real no se pierde, sino se encuentra, por esta explicación, puesto que por ella la infinitud consciente de la existencia y de toda identidad es comprendida y permanece inalterada." ¡"La infinitud consciente de la existencia y de toda identidad"! Aquí es donde caen las cadenas de la materialidad. La Ciencia revela la entidad de Dios y la identidad del hombre, o sea, el reflejo de Dios. Este reflejo está comprendido para siempre en la Mente que lo concibe, y existe como la expresión de esa Mente. De manera que el hombre no tiene identidad ni ser alguno aparte de Dios. Consciente de Su propia infinitud, Dios, Mente, se expresa a Sí mismo, mientras que el hombre, que es la expresión de Dios, sólo conoce y experimenta lo que él refleja de Dios. Por tanto el hombre no es capaz de conocer la escasez o las limitaciones, el temor o el fracaso. El hombre refleja la capacidad de la Mente para hacer el bien. El no posee capacidad o incapacidad personal alguna, ni para el bien ni para el mal. No nace ni muere, sino que existe, como idea, en la substancia del Amor y en aquella eternidad que desconoce las medidas del tiempo. El hombre no conoce el cansancio ni el agotamiento, la enfermedad ni el pecado. Lo sublime de sus fuerzas proviene del hecho de que es el reflejo de la omnipotencia. Su sustento es la Verdad. Se mantiene para siempre en la infinitud de la Vida, como prueba evidente de que Dios es Todo. Este hombre, revelado por Dios, no necesita que le protejan, que le guíen ni que le consuelen, porque hoy y siempre es uno con Dios, la expresión, bien amada, del Amor.

En la quietud de la comprensión espiritual, donde el estrépito y el tumulto del mundo se acallan—que cada cual sienta el toque angelical y que oiga otra vez las dulces palabras: "¡Oh varón muy amado!"

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