Los muchos casos de oración que registran el Antiguo y el Nuevo Testamento demuestran que la oración nunca puede tomar forma fija o predeterminada, sino que brota al impulso de la necesidad o naturaleza de una situación actual y participa de las características del estado de consciencia que la impele. Es siempre una búsqueda sincera y activa del bien. Pero la meta y la calidad de la oración las determina el grado de percepción espiritual del que ora.
Por ejemplo, Saulo de Tarso, al entregarse de todo corazón a oponerse y perseguir a los cristianos, hacía lo que entonces consideraba la más alta forma de practicar el bien, por más equivocado que haya estado, y al hacerlo, debe haber orado activamente, debe haber abrigado sin reservas un deseo consagrado de servir a Dios; y es indudable que esa misma consagración lo hizo despertar a la percepción de Cristo y al conocimiento de Dios tal cual es. La sinceridad de su oración le ha de haber abierto los ojos a la luz verdadera, redimiendo así su concepto del bien. La oración genuina da por resultado la comprensión espiritual — real y efectiva — de Dios.
Desde el punto de vista de la Ciencia absoluta, la oración no es una actividad divina puesto que no forma parte de la naturaleza de Dios. El que es omnipotente, el que está por siempre consciente de Su propia supremacía, naturalmente que no puede orar porque nada tiene que pedir o que desear por incluir en Su propia infinitud el desenvolvimiento indefectiblemente progresivo de toda idea auténtica.
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