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De honda raigambre

Del número de octubre de 1954 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Por el sendero de una zona forestal yace, descuajado, un gigantesco árbol centenario. Una tarjeta a él prendida cuenta sus historia: “Su caída la ocasionó el hecho de no haber ahondado sus raíces suficientemente en el terreno,” dice la inscripción. Por lo visto, su suerte había sido fácil de lograr. Brotó y creció en la opulencia de un terreno ricamente fértil, requiriendo meras raíces superficiales para que se desarrollara rápida y frondosamente. Contaba además con el asilo que le daba la selva aglomerándole otros árboles que le amortiguaran los ventarrones y tormentas.

No lejos de allí, otro árbol milenario yergue todavía su cima colosalmente elevada. Se admira uno de verlo así sobrevivir tan ferazmente, contrastando su historia con la de su vecino derribado. Con profundas raíces férreamente prendidas, este monarca de la selva se ha adherido por lo menos todo un siglo a una peña viva de aridez aparente en la ladera de una barranca azotada por los vientos y batida por las tempestades. Sin nada que lo proteja, este árbol despliega aún la triunfal majestad de un conquistador. Puesto a prueba, sobrevivió a las tormentas que no pudo aguantar su hermano el aparentemente más afortunado.

El árbol caído nos hace recordar las palabras del Maestro a sus discípulos cuando vió que se alejaba entristecido el joven rico: “Hijos, ¡cuán difícil es para los que confían en las riquezas, entrar en el reino de Dios!”

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