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La obediencia es natural en el hombre

Del número de octubre de 1954 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Hace varios meses, cuando el que esto escribe recontaba agradecido el caudal de curaciones y bendiciones, resultado de su estudio de la Christian Science, se puso a razonar que por fin ya había aprendido suficientemente la lección de la obediencia, tan necesaria para el esclarecimiento y la revelación espirituales. Pero no tardó en trastornársele seriamente tal conclusión. Surgió en su negocio una situación en la que se requería el pago de una suma cuantiosa de dinero por una compra que uno de sus clientes había hecho de la compañía. Pocas semanas antes de que venciera el plazo para que se efectuara ese pago, conversando con el cliente, descubrió que no había esperanza de que se hiciera tal pago.

Viéndose ante semejante situación que parecía difícil y crítica, pero obediente a su más alta comprensión de la Christian Science, buscó que lo guiara la influencia divina. Razonó que en el Todo que constituye el Espíritu divino hay amplios recursos y substancia para toda necesidad legítima. Comprendió que puesto que la obligación de que se trataba había sido incurrida o contraída honrada y equitativamente, él quedaba protegido. Percibió que el hombre es la idea del Principio divino, por siempre gobernada por la ley divina. Declaró que el mesmerismo del temor no tenía ni presencia ni poder en el universo del Amor en que el hombre vive eternamente, y que por lo mismo, no podía tener ninguna influencia en la situación. Pero no obstante saber todo eso respecto a la verdad, no parecía experimentar la paz que imparte usualmente este modo de orar.

En la segunda entrevista que tuvo con el cliente, el que esto relata le aceptó un pagaré con plazo de treinta días en lugar del dinero en efectivo creyendo que la compañía lo aceptaría fácilmente. Pero lo rechazó basándose en que tal medio de pago era contrario a las reglas de cobro de la empresa. Su rebelión contra esa decisión e intenso temor y confusión abrumaron entonces al que esto escribe. Tras de varias noches de insomnio y oración, le advino una bella revelación curativa.

Al tomar su Biblia, un versículo que nunca había estudiado se le presentó brillantemente esclarecido. En él Cristo Jesús le describe a uno de sus discípulos el modo en que Cristo se revela en estas palabras (Juan 14:23): “Si alguno me ama, guardará mi palabra; y mi Padre le amará, y nosotros iremos a él, y haremos morada con él.” Con gozo encontró quien esto escribe que ya cumplía plenamente con la condición: “Si alguno me ama,” al Cristo, la Verdad. Todo el amor de la Verdad que lo había inspirado y que le había alumbrado muchos lugares obscuros durante sus años de estudio de la Christian Science le llenaba ahora su consciencia. No cabía duda que esta divina condición era suprema en su modo de pensar, y al reconocerlo así, todo vestigio de rebelión, de temor y confusión se desvaneció. Dentro de dos días quedó pagada en efectivo la deuda sin ninguna dificultad, y todas las otras dificultades financieras comenzaron a desaparecer del negocio del estudiante.

Como sucedía con el patriarca Jacob en su Peniel, o lucha por luz espiritual, el estudiante procuraba entender mejor y más específicamente la revelación que le había traído su curación. Ciertamente que había de tener un significado mucho más amplio del aplicable al caso antedicho. Su busca ha sido tan fructífera, que la transcribe a continuación algo detalladamente con la profunda esperanza de que pueda servir a los demás, como a él le ha servido, la comprensión y la utilización de la presencia y del poder del Amor divino en toda situación en que la responsabilidad y las exigencias humanas parezcan superar a la habilidad humana para cumplir con ellas.

El texto de Juan que hemos mencionado puede estudiarse más fácilmente cuando se consideran por separado sus dos partes. Meditemos primero en lo que declara Jesús: “Si alguno me ama, guardará mi palabra.” Si el Maestro hubiera implicado aquí solamente obediencia en el sentido humano usual, parecería que la obediencia no es más que una protesta de amor; que da lugar a opción entre obedecer o desobedecer; o que contra el deseo de obedecer puede preponderar el deseo contrario de desobedecer. El Apóstol Pablo explica este estado de perplejidad en el capítulo séptimo de su epístola a los Romanos, sintetizándolo así: “Porque no hago lo bueno que quiero hacer, sino lo malo que no quiero, eso practico.”

Se explica tal respuesta confusa y fútil a la demanda del bien, con el hecho de que la supuesta mente mortal no entiende ni puede entender el Amor divino como Principio. Cuando los humanos consideran la obediencia como un curso de conducta que seguir o que desatender según convenga al propio interés y a las circunstancias, eso muestra que no aciertan a percatarse del Principio divino, sino que les parece confuso u obscuro. Porque el Amor es el Principio divino de la vida, el amor es el cumplimiento de la ley. Por tanto, obedecer la ley se vuelve más natural y espontáneo cuando, comprendiendo al hombre como el reflejo del Amor, procuramos expresar más el Amor en nuestros pensamientos y en nuestras acciones. Entonces nos amanece progresivamente la verdad de que la obediencia de uno es el resultado normal e inevitable de su consciente y activo amor por la Verdad. Ante esa luz divina se desvanece todo falso sentido de obediencia ciega, se elimina la alternativa entre obedecer o desobedecer y ya no se siente uno tentado a oponerse a la obediencia ni a evadir ninguna obligación.

Es entonces cuando la oración del amor se vuelve realmente el disolvente del error, trátese del que resulta de ignorar la Verdad o bien del que ocasionan la voluntariedad, el creerse justo en su propia opinión, o el amor propio. Al fiarse entonces el estudiante en la completa seguridad de que el Amor divino está siempre presente y es omnipotente, encuentra que puede regirse por toda ley apropiada al caso de que se trate y cumplir con toda obligación debida. Mary Baker Eddy sintetiza el punto de vista espiritual de la obediencia en estas palabras de “Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras” (pág. 140): “Obedeceremos y adoraremos en la proporción en que comprendamos la naturaleza de Dios y Le amemos con entendimiento, no luchando más acerca de la corporeidad, sino regocijándonos en la afluencia de nuestro Dios.”

En el caso a que nos hemos referido aquí, la curación fué instantánea cuando el amor por la Verdad que ya había inspirado, guiado y fructificado los años del estudiante que así la buscaba, fué reconocido no como mero anhelo personal, sino como la actividad del amor espiritual. Este poder divino elevó al estudiante al nivel más alto de la obediencia al Principio desde el punto de vista de que el hombre es la imagen del Amor. Entonces todos los implicados en la transacción antedicha cumplieron prontamente con la regla restrictiva de la compañía que había parecido tan imposible de cumplir y, lo que más importaba, el estudiante ya estaba armado con los medios prácticos e irresistibles para disipar cualquier otra tentación de que desatendiera o desobedeciera alguna regla debida. Comprendió cómo es que declara Ciencia y Salud (pág. 30): “No nos queda otra alternativa, sino que tenemos que llevar a cabo nuestra salvación de la manera en que Jesús nos lo enseñó.”

El estudiante se percató también de cómo el Amor divino que es Dios obra en nosotros para hacer lo debido en toda situación. Se gozó en la comprensión de que en cada tentación anterior que trataba de inducirlo a evadir la responsabilidad que le atañía, el Amor divino había sido en verdad el poder y la presencia, la unción del Espíritu que lo había hecho tomar la actitud que Martín Lutero inmortalizó en estas palabras: “Esta es mi actitud, no puedo adoptar ninguna otra; ¡que Dios me ayude! Amén.”

Dice la segunda parte del versículo de Juan de que tratamos: “Y mi Padre le amará, y nosotros iremos a él, y haremos morada con él.” Esta promesa llana del Maestro indica la recompensa final de la obediencia al Cristo. ¡Qué bien sabía Cristo Jesús el significado de esta recompensa! Cuando su amor por la Verdad lo hizo capaz de exclamar (Lucas 22:42): Que “no se haga mi voluntad, sino la tuya,” la lobreguez del Getsemaní tenía que ceder su puesto a la gloria de la resurrección, y así quedó establecida la Ciencia de la obediencia espiritual para que toda la humanidad la aprendiera y la utilizara.

Igualmente Mrs. Eddy, cuando, colocando su amor a la Verdad por sobre todos sus otros deseos, oyó la voz de su Padre y la obedeció, le trajo al mundo el don inestimable de la Christian Science. Fué la prepotente ternura del Amor siempre presente aquí y ahora y eternamente lo que indujo y llevó a feliz término la obediencia espiritual en la curación que aquí se relata, como lo es evidentemente en el sinnúmero de las otras curaciones efectuadas por la Christian Science en todo el mundo.

El Apóstol Pablo explica en el capítulo décimotercero de su epístola a los Romanos que en todas las obligaciones que tenemos los unos para con los otros y las situaciones a que ellas dan lugar, el amor es el cumplimiento de la ley. Y Mrs. Eddy dilucida por qué es así cuando dice en sus Miscellaneous Writings (Escritos Diversos, pág. 117): “La obediencia es hija del Amor; y el Amor es el Principio de la unión, la base de todo bien pensar y obrar; cumple con la ley.” Cuando estemos dispuestos a admitir, y por lo mismo a sentir el gran amor por la Verdad que es nuestra herencia como hijos reales y verdaderos del Amor, entonces hallaremos que tanto nosotros como nuestros semejantes respondemos obedientemente a la rectitud. Entonces la oración: que “no se haga mi voluntad, sino la tuya,” disolverá todo dilema humano en la consciencia del dominio, la paz, el gozo y el poder.

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