Yo era un enfermizo cuando niño y ya bien entrada mi juventud, con una serie de males en el verano y otra distinta en el invierno. Después de salir de mi ciudad natal situada a buena altura sobre el nivel del mar en las llanuras de México para trasladarme a la costa del Golfo de México empleado por una gran empresa americana, mis achaques del invierno disminuyeron, pero los del verano empeoraron, especialmente un persistente desorden estomacal.
Cuatro años después, cuando me hallaba en tal condición que no podía comer más que fruta y alimento medicinal, la empresa americana me ascendió transfiriéndome a su oficina matriz en los Estados Unidos. Mi primer cuidado al hallarme allí fué entrevistar a médicos especialistas, y ya hacía yo los preparativos necesarios para ingresar en una clínica para someterme a riguroso examen médico cuando topé en la calle con un viejo amigo mío que al principio no podía reconocerme dado el estado en que me hallaba. Me recomendó vehementemente que primero probara yo la Christian Science, y a instancias mías me llevó a ver a un practicista — al que estuviera más cerca.
Yo asaltaba al practicista con muchas preguntas tratando de cerciorarme primero de lo que fuera la Christian Science. El contestaba con calma y pacientemente, y cada respuesta era una sorpresa para mí. Las palabras con que empieza el libro de texto, “Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras” por Mary Baker Eddy, me causaron una impresión tan escrutadoramente profunda que nunca bastarán las palabras para expresarla. Dicen (Prefacio, pág. vii): “Para los que se apoyan en el infinito sostenedor, el día de hoy está lleno de bendiciones.” La idea de que pudiera uno apoyarse “en el infinito sostenedor” evocó un panorama tan trascendental que me quedé boquiabierto.
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