Cuando Abram, en obediencia al mandato de Dios, partió de Harán en la etapa final de su largo viaje a Canaán, se dio cuenta de que tendría que hacer un viaje de por lo menos cuatrocientos ochenta kilómetros antes de llegar al centro del país, mas debido a la naturaleza del terreno que tendría que atravesar, era probable que tuviera que recorrer una distancia mucho mayor.
Viajaban con él su esposa Sarai, su sobrino Lot, y un gran séquito de sirvientes que cuidaban de sus numerosos rebaños y manadas. Su llegada a Siquem (Gén. 12:6) se señaló por una nueva revelación de Dios, quien le aseguró que esa tierra le pertenecería a él y a sus descendientes. Abram construyó de inmediato altares en honor a Dios, uno en Siquem y otro en Betel, a unos treinta y dos kilómetros al sur.
Después de una breve estadía en la fértil tierra de Egipto, el hambre en la tierra de Canaán exigió que Abram y sus siervos volvieran a Betel (véase Gén. 13:3, 4) y allí volvió Abram a adorar a Dios según su más elevada comprensión.
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