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Después de distribuir un viernes por la...

Del número de febrero de 1974 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Después de distribuir un viernes por la tarde, como lo hacía semanalmente, literatura sobre la Ciencia Cristiana en una institución penal, y luego de haber conversado sobre la Ciencia Cristiana con algunos de los reclusos, dejé la prisión y me encaminé al metro que me llevaría a casa. Para llegar al metro tenía que caminar varias cuadras, mal alumbradas, en una sección de la ciudad donde habían varias tabernas. Mientras iba por una de estas calles, apareció un individuo fornido y aparentemente ebrio, quien se abalanzó sobre mí, me injurió y comenzó a agredirme, al mismo tiempo que me empujaba hacia una verja de hierro, de púas. Al principio traté de defenderme, pero pronto comprendí que debido a la altura y peso de mi oponente yo llevaba todas las de perder.

En este momento recurrí a Dios para la solución del problema y fui impulsado a confiar enteramente en los medios metafísicos de la Ciencia Cristiana para mi defensa. En alta voz y firmemente, le hablé a este hombre de su parentesco con Dios, que él y yo éramos ideas espirituales de Dios que reflejábamos el Amor divino, y que, por lo tanto, no podíamos ser enemigos, que tanto él como yo éramos hijos del mismo Padre-Madre Dios y estábamos bajo el gobierno de la Mente divina. Mientras continuaba declarando estas verdades mi adversario dejó de agredirme, se tranquilizó, me pidió disculpas por su actuación y, en un gesto de amistad, me dio la mano la que, por supuesto, estreché. Esta experiencia fue para mí una prueba clara de la verdad de la declaración del Apóstol Pablo: “Las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios, para la destrucción de fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios” (2 Corintios 10:4, 5).

Durante algún tiempo sufrí de un dolor en la espalda, pero no le presté atención pensando que desaparecería. Al contrario, el dolor fue aumentando y extendiéndose al punto que me resultaba muy difícil caminar. Oré sinceramente en la Ciencia Cristiana para sanar de esta condición, y a veces recibí tratamiento de un practicista de la Ciencia Cristiana, pero el problema continuó. Al cabo de unos dos meses estaba muy desalentado y acepté la sugestión de que si pudiera saber el nombre específico de la enfermedad estaría en mejor posición para vencer el error por medio de la oración en Ciencia Cristiana. Caí en la tentación de diagnosticarme yo mismo en demasía, lo que no me sirvió de nada, hasta que mi atención se detuvo en la siguiente declaración de la Sra. Eddy: “Tenéis que encontrar que el error es nada; entonces, y sólo entonces, podéis vencerlo en la Ciencia” (Miscellaneous Writings — Escritos Misceláneos, pág. 334). Esta declaración me despertó a comprender que lo único que tenía que hacer acerca de esta incapacidad física era ver su completa irrealidad. Dirigí mis pensamientos a Dios, la Mente divina y, por cerca de una hora, honesta y persistentemente declaré tanto audible como silenciosamente mi parentesco con Dios, el Espíritu. Declaré todas las verdades en las cuales pude pensar, hasta que comprendí espiritualmente que la materia no puede hacer condiciones para el hombre porque el hombre es espiritual y está bajo el gobierno y dirección de la Verdad y el Amor. El resultado de este trabajo de oración fue la completa curación.

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