La Ciencia Cristiana me fue presentada por mi madrastra cuando tenía unos diez años de edad. Mi primera impresión fue de que era una religión de amor, y que mostraba que Dios era en verdad un Dios que está a nuestro alcance. Me habían criado en un ambiente religioso y asistía a una iglesia tres veces los domingos. Sin embargo, había comprendido, equivocadamente, que Dios estaba en un lugar distante llamado cielo, y que sólo lo veríamos al morirnos, siempre y cuando viviéramos una vida buena mientras estuviéramos en la tierra. De manera que fue motivo de alegría comprender más tarde, por medio de las enseñanzas de la Ciencia Cristiana, que jamás podría yo estar separado de la presencia de Dios, ni del bien que Él imparte. Esto tenía sentido.
Cuando tenía doce años de edad, fuimos a vivir a otra casa, y estaba ayudando a quemar una basura, cuando una fuerte brisa levantó un pedazo de hule derretido que vino a caer en mi mano, quemándola gravemente. En lugar de recurrir a la Ciencia Cristiana en busca de ayuda, permití que me influyera un pariente bien intencionado y recurrí a tratamiento médico para curarme la mano. Me fue suministrado dicho tratamiento durante un período de unos tres meses, durante el cual no hubo mejoría. Empecé a sentirme muy deprimido, y la mano me causaba mucho dolor e inconveniencia durante mis estudios en el colegio. Además de sufrir dolor, fui obligado a usar gruesas vendas para proteger las heridas.
Recuerdo bien un día en que me sentí verdaderamente cansado de todo esto, y le pregunté a mi madrastra si creía que la Ciencia Cristiana podría curarme la mano. Durante el período de tratamiento médico ella no había expresado ninguna crítica o sugerido que yo pidiera tratamiento de la Ciencia Cristiana. Me preguntó si yo estaba dispuesto a probar la Ciencia Cristiana. Respondí que estaba por cierto muy dispuesto, tan ansioso estaba de deshacerme del dolor y sufrimiento. Inmediatamente telefoneamos a una practicista de la Ciencia Cristiana, quien me aseguró que no hacía falta que siguiera sufriendo, y de una manera sencilla me explicó que yo era el hijo perfecto de Dios, sin mancha. Puedo recordar que sentí como si un peso me hubiera sido quitado.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!