A pesar del consumado adiestramiento que tuvo Moisés en Egipto y su aparente aceptación en la corte egipcia, él permaneció hebreo de corazón y no podía dejar de ver la creciente opresión infligida a los israelitas. Finalmente viendo que “un egipcio ... golpeaba a uno de los hebreos, sus hermanos” (Éxodo 2:11) — fuera un pariente o simplemente un compatriota israelita no tenemos medios de saberlo — “mató al egipcio y lo escondió en la arena”. Muy pronto llegaron a oídos de Faraón noticias de este impetuoso acto y Moisés se convirtió en un fugitivo. De esta manera se había unido irrevocablemente a la suerte de su propio pueblo “escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado” (Hebreos 11:25). Al huir de Egipto, llegó a la tierra de Madián, al este de la península de Sinaí, pasando el Golfo de Akaba. Al llegar a un pozo, se encontró con las siete hijas de un próspero sacerdote-pastor que se llamaba Reuel, o Jetro, y las defendió cuando unos pastores hostiles trataron de atacarlas a ellas y al ganado. Más adelante, Moisés se casó con Séfora, una de las hijas.
Por cerca de cuarenta Moisés se quedó con Jetro, cuidando sus ovejas (ver Hechos 7:30), mientras que la situación de los israelitas se hacía cada vez más insoportable.
Buscando nuevos pastos para las ovejas de Jetro, Moisés llegó a Horeb, descrito como el “monte de Dios” (Éxodo 3:1), en donde tuvo aquella profunda experiencia espiritual relacionada con la zarza que ardía. La naturaleza física de la zarza no tiene importancia, pero al atraer la atención del patriarca, la zarza que ardía lo condujo a recibir el mensaje divino, porque ahí mismo Dios se reveló a Sí mismo como la Deidad que había guiado y protegido a los antepasados de Moisés, Abraham, Isaac y Jacob. Moisés fue informado también de que Dios tenía pleno conocimiento de los problemas de su pueblo y que además terminaría con su esclavitud de Egipto, estableciéndolos en una “tierra buena y ancha” (versículo 8). Por otra parte, el representante de esta liberación sería Moisés mismo. Abrumado por la responsabilidad que esto implicaba, Moisés se sintió reacio a aceptar esta tarea que se le asignaba, aun cuando se le aseguró de la presencia y la guía perpetuas de Dios y del hecho de que los israelitas llegarían a adorar a Dios en ese mismo monte.
En respuesta al pedido de Moisés para tener una percepción mayor acerca del nombre y la naturaleza de la Deidad que se dirigía así a él, Dios se identificó a Sí mismo como Yo soy el que soy, un nombre profundamente significativo que se ha llegado a interpretar como el Único que existe de por sí, el Dios infinito y viviente. Cuando el patriarca llegó a dudar de si el pueblo reconocería y aceptaría este nombre sublime para la Deidad, Dios lo convenció mediante la vara que Moisés llevaba.
Cuando Moisés obedeció y tiró la vara al suelo, se transformó en una culebra; pero cuando Dios le dijo que la tomara firmemente por la cola, se volvió nuevamente una vara. Además, cuando metió la mano en su seno y al sacarla vio que estaba leprosa, se le mostró que podía ser curada rápidamente si repetía el proceso. Éstas y otras señales eran para convencer a la gente que Moisés tenía autoridad.
Moisés dudaba aún de aceptar su misión declarando que él era un mal orador, pero esta nueva excusa fue acallada al recordársele que Dios le enseñaría lo que debía decir. Si aún tenía alguna duda, se le permitiría a su hermano Aarón que fuera su portavoz o intérprete (ver Éxodo 4:10—16). Después de obtener el permiso de Jetro para dejar su servicio, Moisés se unió a Aarón en ese mismo monte de Dios en donde él mismo había recibido su encargo divino, y los dos hombres volvieron a Egipto para pedirle a Faraón la liberación de los israelitas.
