Las montañas estaban cubiertas con una profunda capa de nieve. Mientras me encontraba sentado a la entrada de nuestra cabaña, mi vista se posó en las ramas de los pinos agobiadas por el peso de nuevas acumulaciones de nieve. Una ráfaga de viento sopló a través de la pradera y sacudió suavemente la nieve acumulada en los árboles. Liberadas del peso, las ramas de los pinos volvieron vivamente a su posición natural.
Muchos de nosotros hemos sentido el agobio de circunstancias difíciles, soportado el peso de una decisión ardua y buscado alivio para un problema físico. Y habiendo recurrido a Dios de todo corazón, hemos sentido la verdadera presencia del Cristo, la verdadera idea de Dios, que nos ha inspirado tanto que el peso que nos agobiaba fue levantado, y hemos conquistado así nuestra libertad.
El árbol no luchó bajo el peso de la nieve. Fue liberado por el viento. A veces nos encontramos luchando esforzadamente con algún problema cuando nuestra necesidad primordial es aceptar sencillamente la inspiración consoladora y sanadora que viene a nosotros como la iluminación del Cristo.
Elías, que era un hombre fuerte y valeroso, se sintió una vez desalentado, descorazonado y deseoso de morir. A pesar de sus leales esfuerzos por seguir la orientación de Dios, todo le pareció perdido. Sin embargo, mientras dormía en el desierto, recibió la inspiración que elevó su pensamiento y le animó a seguir adelante. Por último, en Horeb, sintió la presencia de “una voz callada y suave”. 1 Reyes 19:12 (según Versión Moderna); Después de esto estuvo preparado para cumplir con su misión.
Ese mismo tierno mensaje viene todavía al pensamiento humano. Esa misma influencia del Cristo se hace sentir suavemente en la consciencia de quienes tienen un corazón receptivo. Aun ahora mismo el Cristo consuela con su mensaje tranquilizador y salvador.
Una noche, mientras volvía a mi hogar después de un día de trabajo, me sentí agobiado por unos intensos síntomas de gripe. Mientras oraba comencé a percibir gradualmente y con claridad la presencia del Cristo, una presencia iluminadora que se reveló en inspiración sagrada, en una inmensa gratitud a Dios por habernos dado la Ciencia Cristiana. ¡Cuán vitalmente indispensables son las enseñanzas de la Ciencia para entender a Dios! En pocos minutos desaparecieron por completo todos los síntomas de la dificultad física. Fue como si una nueva ráfaga de inspiración espiritual hubiera limpiado el pensamiento.
¿Hay algo de misticismo en estas experiencias? Nada en absoluto. A decir verdad, la Ciencia Cristiana muestra con claridad y seguridad los pasos que llevan a establecer el fundamento natural de esas experiencias.
La parte que nos toca no es la de una lucha interminable. No pesa sobre nosotros la carga de iniciar esa corriente de inspiración cuya presencia nos renueva. En realidad, la lucha acaso indique la presencia de un elemento de determinación mortal que, en lugar de liberar, obstaculizaría nuestro progreso. Qué nos toca hacer? Nuestra misión es ceder al poder elevador e inspirador del Cristo y reconocer humildemente la eterna presencia de esta influencia divina. Nos volvemos conscientes de esta presencia, pero no la creamos. Confiamos en la presencia. Nos regocijamos en ella. Le respondemos fielmente. Afirmar que Dios es bueno y es Todo, cuando esta afirmación está arraigada en convicción, abre las puertas del pensamiento a un discernimiento más claro de Su Cristo, la Verdad.
¿Pero qué sucede cuando devotamente buscamos esta presencia sanadora y reconocemos su realidad y vemos, sin embargo, que un peso continúa agobiando nuestro pensamiento?
Podemos eliminar lo que tal vez parezca ser una resistencia a las bendiciones de la inspiración espiritual. La naturaleza verdadera del hombre nunca se resiste a la gloria que Dios trae a la consciencia. Pero la mente mortal, la pretensión de que hay mente en la materia, resiste hasta lo último. Por lo tanto, podemos comenzar a desprendernos de la mente mortal. Podemos reconocer que el hombre tiene una sola Mente. Dejamos atrás un sentido personal y mortal acerca de la Mente que se opondría a la revelación divina cuando entendemos su naturaleza temporaria e ilusoria. Sean cuales fueren los esfuerzos que hace la mente mortal por preservar sus limitaciones y restricciones intrínsecas, la inspiración divina está siempre activa.
En realidad, no hay resistencia a la omnipresencia del Espíritu. Cuando comprendamos esto probaremos que la creencia mortal no es una montaña que pueda obstruir o desviar las corrientes renovadoras de la inspiración.
Al liberarnos de la lucha y de la supuesta resistencia, quedamos en libertad para estar quietamente agradecidos. ¡Cuán profundamente agradecidos podemos estar por el precioso amor de Dios y por el hecho de que Él nunca nos abandona!
En Retrospección e Introspección la Sra. Eddy habla de haber sentido un afflatus divino en su propia vida: “Mi corazón se postró ante la omnipotencia del Espíritu, y un matiz de humildad, suave como el corazón de un rayo de luna, cubrió la tierra”. Más adelante continúa: “Se rompió el hielo de las congeladas fuentes. Los sistemas filosóficos y religiosos se disolvieron, pues el Amor reveló la capacidad curativa y la potencia de un afflatus espiritual siempre presente. Era el evangelio de la curación en su misión humana, divinamente conferida, trayendo en sus alas blancas a mi comprensión ‘la hermosura de la santidad’ — o sea las posibilidades de la percepción compenetrativa, del conocimiento y el ser espirituales”. Ret., págs. 31–32.
Cualquiera que sea el peso que nos haya estado agobiando, la presencia del Cristo puede elevarnos. Podemos dejar que su poder sanador elimine lo falso y eleve el pensamiento a la Verdad. Podemos, sin esfuerzo, volver a nuestro gozo e integridad espirituales y naturales. Esta fresca brisa de espiritualidad que pasa por nuestro pensamiento es una experiencia sagrada.
