La Biblia hace hincapié sobre el origen espiritual del hombre. En ella leemos: “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza... Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó”. Gén. 1:26, 27; El hombre creado por Dios es espiritual, inmortal e indestructible. Coexiste con Dios, su Creador, quien lo mantiene intacto, impecable y en un estado de perfección constante. El hombre es creado para manifestar la naturaleza de Dios. Es testigo de la presencia, de la bondad y del amor de Dios. Por medio de la Ciencia Cristiana aprendemos a identificarnos con este hombre ideal, el amado hijo de Dios.
Es obvio que el testimonio de los sentidos materiales no coincide con estos hechos espirituales. Los sentidos físicos no pueden ver al hombre real. Conciben al hombre como mortal e imperfecto, sujeto a las fuerzas negativas y a las influencias del mal y, a menudo, víctima de los errores — del pecado, de la enfermedad y de la muerte que amenazan poner fin a su existencia. No obstante, nuestros sentidos espirituales, otorgados por Dios, ven al hombre tal como existe en la Mente, como la idea perfecta de Dios, incorpóreo, gobernado por la voluntad divina, reflejando la sustancia eterna de la Verdad.
Para probar el hecho de nuestra identidad verdadera como semejanza de Dios, debemos tener bien claro en el pensamiento la distinción entre el hombre espiritual y su falsificación mortal. El Apóstol Pablo se refirió al concepto corporal de sí mismo como “el viejo hombre” y amonestó a los Colosenses a despojarse del sentido mortal de la vida con todas sus impurezas e imperfecciones. “No mintáis los unos a los otros”, escribió, “habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno”. Col. 3:9, 10;
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