El amanecer se delineaba en el horizonte,
y poco a poco todo se iluminaba.
Todo expresaba una promesa,
una promesa no entendida.
Jesús en la orilla del mar
a los suyos buscaba.
La victoria del Amor
sobre odio y muerte — una vez más,
deseaba a los suyos hacer entender.
Los discípulos, en vano,
en la noche habían pescado,
y a la orilla, tristes, decepcionados,
lentamente regresaban.
Al Maestro vieron, mas no lo reconocieron,
por esto “NO”, respondieron,
a su primer y tierno llamado: “Hijitos...”
Pero al firme mandato: “Echad la red
a la derecha de la barca, y hallaréis”,
obedientes fueron, y de inmediato
el poder del Espíritu sintieron —
las redes de peces repletas fueron.
¡Las tinieblas a la luz cedieron!
Juan, el discípulo amado,
fue el primero que a Jesús reconoció.
“¡Es el Señor!” exclamó.
Pedro, el impetuoso, la ropa rápido se ciñó,
y a su encuentro enseguida corrió.
Pronto todos comieron — entendieron —
este desayuno, preparado por el Maestro,
que a la tristeza en gozo convirtió.
La idea de Cristo, clara quedó
para siempre en sus corazones.
¡La luz resplandecía ya!
Y el amanecer se hizo día.
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