“Despertad, borrachos, y llorad...”
Desperté y lloré amargamente:
mi casa, mi cosecha, asoladas.
Sobre ruinas y silencio, tristemente
arrepentida se posó la mirada.
De vergeles y jardines que tenía,
se apagó la mies, secó el manzano.
Desperté. Era mi pena que gemía.
Los árboles del campo desnudados.
“Y os restituiré los años que comió... la langosta...”
Y rasgué mi corazón, no mi vestido,
volviéndome a mi Dios con un lamento,
a Aquel que se duele del castigo,
misericordioso, para la ira lento.
Y nunca más fui avergonzado.
Me sació de pan, vino y aceite.
Comí las maravillas de Su mano.
Le cantaré alabanzas para siempre.
Y me alegré y se alegró el campo,
volvió el trigo, la vid y la cebada,
la palmera y el manzano alto,
la tierra de nuevo enjoyada.
Y comprendí que el verdadero vino,
viene del cielo y no se paga,
no marea su placer sin magnetismo,
no viene en vasijas, ni se acaba.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!