Cuando yo era pequeña, mientras que a los otros niños que conocíamos se les enseñaba a temer a Dios como a un severo juez, a mi hermano y a mí nos enseñaron que Dios, el Amor, cuida de todos nosotros; que sin nosotros, Él no podría ser expresado por completo; que no somos unos pobres mortales aguardando en una lista de espera por un remoto y casi inaccesible reino de los cielos. Por el contrario, somos el reflejo perfecto del Padre perfecto. Como Cristo Jesús dijo (Lucas 17:21): “El reino de Dios está entre vosotros”. Gracias a nuestra madre, que era Científica Cristiana, y a nuestro padre, que era de mente suficientemente amplia como para permitir que perteneciéramos a una religión tan diferente a la de su familia, se nos educó para que amáramos a Dios y creyéramos en Él de esa manera.
Muchas son las experiencias regeneradoras y progresivas que he tenido y por las cuales estoy muy agradecida. Cuando realmente vivimos la Ciencia Cristiana, nuestra perspectiva en la vida es tanto gozosa como estimulante. Los problemas se convierten en pasaderas hacia un pensamiento más espiritualizado. Hasta el fallecimiento de seres queridos puede hacernos comprender que la vida es eterna, que el hombre como linaje de Dios es Su manifestación siempre viviente.
Por algún tiempo sufrí de severos dolores en la cabeza cada vez que el tiempo cambiaba; me volví un barómetro andante. Hasta mi carácter empeoró debido a los frecuentes ataques de fiebre y náusea. Me sentí esclava de la situación en vez de dominarla. Aunque oraba, no había progreso aparente. Yo estaba erróneamente tratando de sanar una condición material en vez de saber que, debido a que el verdadero ser es espiritual, no hay materia que tenga que ser sanada. Tengo que admitir que muchas veces cuando el dolor era intenso — el espíritu muy decaído y la desesperación muy grande — estuve tentada de ir al médico. Pero la certeza de que Dios es la medicina más eficaz, me previno de fracasar en vivir de acuerdo con mis convicciones espirituales.
Entonces un día, mientras estudiaba la Lección Sermón del Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana, leí sobre el hombre en el estanque de Betesda. No había podido caminar hasta que Cristo Jesús lo curó. (Ver Juan 5:1–15.) Traté de continuar leyendo, pero me vino este pensamiento: “¿Cuántos años esperó el hombre para ser sanado? ¡Treinta y ocho años! Seguramente el Cristo, la Verdad, estuvo allí todo el tiempo, aunque él no lo sabía”. Nuevamente intenté continuar con la lección, pero “un silbo apacible y delicado” susurró: “¿Pero no es eso lo que tú, tonta, estás haciendo? ¡Esperando! El Cristo sanador aún está aquí; no te ha dejado ni por un solo momento”.
Súbitamente me dí cuenta de que en vez de tratar el error como nada, yo le había dado completa hospitalidad en mi pensamiento. Y ciertamente es erróneo tener paciencia con el error y someterse a él. Había llegado el momento de barrer este falso concepto fuera de mi consciencia. Al ordenar al error, a viva voz, que se fuera, sentí que el dolor disminuyó y desapareció. Eso fue el fin de mi esclavitud a los dolores de cabeza. Desde entonces ha sido tan hermoso poder alabar a la Mente omnipresente y disfrutar de todos los aspectos de los elementos de la naturaleza.
Estoy agradecida por el altruismo de la Sra. Eddy, quien tan generosamente compartió su descubrimiento, la Ciencia Cristiana, con la humanidad. Estoy también agradecida por sentirme útil en la viña de Dios, especialmente en la escuela, donde gozo de una atmósfera muy armoniosa con mis colegas y con los adolescentes que allí concurren. Y estoy ciertamente agradecida por instrucción en clase de la Ciencia Cristiana.
Gracias, amado Dios, por ser el único, viviente, perfecto Dios y el Padre de todos nosotros. Gracias por el siempre presente Cristo sanador.
Milán, Italia
